29/8/09

Leopoldo de Luis


El espejo

Con los ojos vendados nos miramos
cada día delante de un espejo
para ser sólo imágenes
nuestras que no veremos.

Desfilamos, retratos fidelísimos,
copias exactas, calcos o reflejos,
resbalamos por aguas espejeantes
como narcisos ciegos.

Debo de ser la sombra, los perfiles,
la refracción de ese cristal o hielo;
debe de ser el doble repetido,
el náufrago en el fondo de ese sueño.

Qué culto extraño ante el cristal, la luna,
de extraterrestre, de astronauta muerto
girando sin sentido
en la órbita cerrada por el pecho.
Qué culto extraño para
sentirnos sólo luminoso eco
de nuestra propia realidad corpórea,
mitología del agonizamiento
liturgia de pantallas sucesivas,
idolatrización de reverbero.

Sólo somos figuras proyectadas
sobre un cristal, pero jamás nos vemos.

23/8/09

Francisco de Icaza


LAS HORAS

¿Para qué contar las horas
de la vida que se fue,
de lo porvenir que ignoras?
¡Para que contar las horas!
¡Para qué!

¿Cabe en la justa medida
aquel instante de amor
que perdura y no se olvida?
¿Cabe en la justa medida
del dolor?

¿Vivimos del propio modo
en las sombras del dormir
y desligados de todo
que soñando, único modo
de vivir?

Al que enfermo desespera,
¿qué importa el cierzo invernal
o el soplo de la primavera,
al que enfermo desespera
de su mal?
¿Para qué contar las horas?
No volverá lo que se fue,
y lo que ha de ser ignoras.
¡Para qué contar las horas!
¡Para qué!. . .


20/8/09

Luis Landero


BREVE ANTOLOGÍA DE LA LITERATURA UNIVERSAL


Canta, oh diosa, no sólo la cólera de Aquiles sino cómo al principio creó Dios los cielos y la tierra y cómo luego, durante más de mil noches, alguien contó la historia abreviada del hombre, y así supimos que a mitad del andar de la vida, uno despertó una mañana convertido en un enorme insecto, otro probó una magdalena y recuperó de golpe el paraíso de la infancia, otro dudó ante la calavera, otro se proclamó melibeo, otro lloró las prendas mal halladas, otro quedó ciego tras las nupcias, otro sonó despierto y otro nació y murió en un lugar de cuyo nombre no me acuerdo. Y canta, oh diosa, con tu canto general, a la ballena blanca, a la noche oscura, al arpa en el rincón, a los cráneos privilegiados, al olmo seco, a la dulce Rita de los Andes, a las ilusiones perdidas, y al verde viento y a las sirenas y a mí mismo.
Publicado en el libro "Quince Líneas" 1996, con el seudónimo Faroni

17/8/09

Frato







Marco Denevi


Cuento de horror.


La señora Smithson, de Londres (estas historias siempre ocurren entre ingleses) resolvió matar a su marido, no por nada sino porque estaba harta de él después de cincuenta años de matrimonio. Se lo dijo:
- Thaddeus, voy a matarte.
- Bromeas, Euphemia -se rió el infeliz.
- ¿Cuándo he bromeado yo?
- Nunca, es verdad.
- ¿Por qué habría de bromear ahora y justamente en un asunto tan serio?
- ¿Y cómo me matarás? - siguió riendo Thaddeus Smithson.
-Todavía no lo sé. Quizá poniéndote todos los días una pequeña dosis de arsénico en la comida. Quizás aflojando una pieza en el motor del automóvil. O te haré rodar por la escalera, aprovecharé cuando estés dormido para aplastarte el cráneo con un candelabro de plata, conectaré a la bañera un cable de electricidad. Ya veremos.

El señor Smithson comprendió que su mujer no bromeaba. Perdió el sueño y el apetito. Enfermó del corazón, del sistema nervioso y de la cabeza. Seis meses después falleció. Euphemia Smithson, que era una mujer piadosa, le agradeció a Dios haberla librado de ser una asesina.


Marco Denevi.

15/8/09

Arturo Jauretche

(Imagen:La siesta, de Cesar Fernánez Navarro, perteneciente al Museo Rosa Galisteo de Rodríguez, Santa Fe, Argentina)

Zoncera N° 15

EL "VICIO" DE LA SIESTA



Se trata de un "vicio" típico de la indolencia nativa, según los "cultos".
Mi viejo amigo don Julio Correa, fallecido hace ya años, fue uno de los narradores con más gracejo que he conocido. Era el suyo un chispeante humor, que remarcaba con el acen­to catamarqueño y con uno de sus ojos, cuyo párpado, cayen­do "como capota de coche" —según su decir—, subrayaba el momento preciso del efecto buscado.
Nadie que las haya presenciado podrá olvidar la fina gra­cia de las polémicas a chiste entre el santiagueño Chalaco Iramain y don Julio, en que las rivalidades de las dos provincias natales se ventilaban en amables e inagotables anecdotarios.
Contaba Correa que viajó una vez a su provincia como delegado de su partido —era radical—, para arreglar uno de los tantos conflictos de campanario con que los provincianos llenan el hueco de las horas vacías. Esas horas vacías que el clima impone, matizadas de trucos y de bromas, almácigos de apodos y de anécdotas bajo la sombra amonedada de sol de los parrales o en la cámara oscura del café o del club, tras el objetivo tachonado de "bufache" de la vidriera.
El tren llegó a las tres de la tarde. Desde el estribo, vali­ja en mano, don Julio paseó su mirada por el andén de la es­tación, donde dos o tres escépticos changadores y el inevitable perro pila bajo un banco, sustituían la presumida Comisión de Recepción.
Sin embargo, al pasar por la sala de espera, oyó una voz conocida que le daba la bienvenida desde un rincón oscuro y perfumado de "fluido".
—"¿Has venido vos solamente?" —preguntó Correa, anti­cipándose ya al fracaso de su gestión.
Pero el otro le explicó, con la razón de su presencia, las demás ausencias:
—"Es que estaba desvelado."
Pretendía después don Julio, que no era desvelo. El que lo esperaba también dormía, sólo que era sonámbulo.
Los sonámbulos practican a la hora de dormir y el sonam­bulismo diurno no es un sonambulismo de segunda. Donde es más importante dormir en las primeras horas de la tarde que en las de la noche, hay sonámbulos de siesta.
Esto tal vez sea difícil de comprender para los que creen que su mundo es el mundo y que los horarios —hasta para el sonambulismo— tienen que arreglarse según los horarios de otros climas más "civilizados", como dicen.
Y otras veces es la vida, con sus exigencias, y no el clima, a pesar del clima, la que los organiza, como en el caso de los changadores de la estación de Catamarca y la del mismo jefe de la estación, que tiene que "acechar" la posible llegada del tren sin que le valga el horario de la siesta.

* * *

¡Oh, necesaria, deliciosa y detractada siesta! Sabios hora­rios de provincia, que cierran las puertas de los comercios y los talleres; que nos zambullen en un agua de silencio rayado de chicharras, entornando también la puerta del día hasta que llega la tarde, dulce y fresca como sandía recién sacada del pozo, con una boca gruesa y jugosa, abierta en carcajada.
De vez en cuando cae por provincias un "profesor de energía". De esos que han leído a Spencer y a Orison Sweet Marden, y desde luego a Agustín Álvarez, los editoriales de los grandes diarios, las opiniones de los normalistas y el "Reader Digest", y nos abruman con que "time es money", y que na­da se debe dejar para mañana.
Yo los he visto llegar a los países de la siesta, pontificar sobre la molicie de las costumbres y la haraganería criolla, que la siesta simboliza, hasta que la siesta misma, como un hada amable y persuasiva, y un poco maliciosa, los ha ido pau­latinamente conduciendo por los caminos del sentido común. Y he visto también rechazarla porfiadamente, hasta el final in­evitable, que va resbalando de los vasos de whisky y las bote­llas de cerveza de las confiterías y los clubs, a la caña de los mostradores de boliche y la botella de los bebedores solita­rios.
Y no es un descubrimiento mío, pues pertenece a la me­jor literatura imperial, nada menos que a Rudyard Kipling: "Ahora bien, la India es un sitio más lejano que los otros, don­de uno no debe tomar las cosas demasiado en serio, excepto siempre el sol de mediodía. El mucho trabajo y el exceso de energía matan a un hombre tan seguramente como el reunir muchos vicios". (Rudyard Kipling, Cuentos de las colinas). El cuento es el de un alumno modelo de Sandhurts, que gra­duado va a servir en las fronteras de la India, y que como modelo no se allana a las exigencias del clima. Y lo paga.
La India no es Catamarca, ni Santiago del Estero, pero vale la moraleja. Sólo que nuestros "cultos" lo entienden a Kipling, a quien desde luego han leído, pero sólo para la In­dia, y no para lo nuestro. En esto como en todo.
Conocí un "profesor de energía" que, increíblemente, era provinciano.
Viajaba ya a Tucumán en el verano de 1928. Principiaba enero, y el termómetro del coche comedor del tren batía sus mejores marcas.
En La Banda descendió el Coronel De La Zerda, can­didato a gobernador por los radicales antipersonalistas. En el andén una pequeña banda de música, disparos de bombas y el desganado y breve discurso de bienvenida. Después vi salir de la estación el pequeño grupo de partidarios que se alargó en la calle en fila india, pegado a las paredes del norte, como si caminara a pie enjuto por el hilo dentado de su sombra que mellaba la vertical solar. En el andén, levemente som­breado, quedamos solos el jefe de la estación y yo. El corres­pondiente perro pila había vuelto a estirarse bajo el banco, agotado por el esfuerzo de husmearme, y en la punta lejana del andén el auxiliar cachaciento entregaba el aro al maqui­nista.
—"¿Puede ganar el Coronel éste?..." —le pregunté al jefe.
—"Vea, señor" —me contestó después de una pausa—, "Pres­tigio no tiene mucho y menos su partido. ¡Pero el hombre es muy trabajador!".
Y para ratificarlo —después de "tomarse un tiempo" —agre­gó ponderativamente:
—"¡Figúrese que no duerme la siesta!".
Quedamos en silencio los dos. El santiagueño, absorto an­te el fenómeno que acababa de señalar. Yo, rumiando la comprobación sociológica que acababa de hacer: la siesta como expresión del arrastre "bárbaro" de las tradiciones hispano­americanas, y lo que podía significar aquel hombre símbolo, cuando, llegado al gobierno, la desterrara de las costumbres, y ganando horas al tiempo colocara a Santiago del Estero en la ruta de la civilización europea. Pergeñaba "in mente" un ensayo como para las columnas de "La Nación", "La Prensa" o "La Vanguardia", cuando en el momento de volverme en di­rección al tren, oí que el santiagueño —y ya se sabe que el paisano tiene dos tiempos— completaba su pensamiento:
—"La verdad, señor, es que no sé qué gana con estar des­pierto, ¡porque como los demás estamos durmiendo...!".
La dinámica del Coronel De La Zerba me había pertur­bado hasta olvidarme del sol, de la temperatura, y las demás condiciones naturales que rigen la dinámica santiagueña.
Tomaba como buen ejemplo el malo, el que no servía para el caso, pues las leyes del caso están dadas por la natu­raleza, a la que no se puede escapar ni aquí ni en la India, sino por el whisky, la cerveza o la caña, porque el que no se evade de la fresca. Así también los borrachos de sabiduría li­bresca, que copian en lugar de mirar, y no ven, porque no to­dos los que miran ven.
Inútil decir que el Coronel De La Zerda perdió la elec­ción. Y lo que es más importante: las siestas.
Pero ahora sabemos que Winston Churchill dormía la siesta. Adquirió la costumbre en Cuba, en su mocedad. Y pue­de ser que los tilingos comiencen a ponderar sus excelencias. Ellos son así. El tango vino de los salones de París, y ahora la música folklórica les gusta, porque retorna con pase ultra­marino. Es "bian", y los chicos y chicas aprenden la guitarra.
Que sea por mucho tiempo. Amén.
MANUAL DE ZONCERAS ARGENTINAS


14/8/09

Beatriz Sarlo


El escritor que a un libro no se asoma

Borges afirmó (y, pese a la aparente paradoja, creía en esto seriamente) que se enorgullecía de los libros que había leído más que de los que había escrito. En las biografías de escritores, es crucial el momento en que se desea ser "el otro", el que ha imaginado lo que se está leyendo. Un crítico norteamericano afirma que los poetas padecen la angustia de las influencias, precisamente porque saben que, en sus comienzos, hubo un libro. La literatura sale de la literatura para continuar lo anterior, para variarlo, para destruirlo. Esto no es ninguna novedad. Pensándolo mejor, quizá lo sea. Cada vez más frecuentemente, alguien solicita que se lean sus originales aún inéditos o publicados por una vanity press que, legítimamente, recibe plata por sacar un libro sin someterlo a la revisión de ningún experto, lo cual en sí mismo no es malo ya que la historia de la literatura ofrece equivocaciones basadas en el saber, aunque también ofrece, en mayor cantidad, anécdotas de editores que definen catálogos valiosos.

Si la conversación con quien pide lectura sigue algunos minutos más, se descubre algo curioso: muchas veces, más de las creíbles y esperables, esa persona no lee literatura y, para comenzar, no lee a ningún escritor contemporáneo de su propio país o de su propia lengua. Quiere ser escritor para que lo lean, pero no quiere ser lector para leer a otros. Si esto sucediera solamente con gente muy joven, adolescentes que buscan "expresarse", la cuestión no sería sorprendente. Pero es el caso de gente que, después de haber vivido varias décadas, no ha creído oportuno aprovechar el tiempo transcurrido para conocer las novelas o los poemas de sus contemporáneos sino solamente para decir lo suyo.

Existe algo así como las "ganas de escribir", desligadas de las "ganas de leer". Si quien experimenta esas ganas reflexionara sobre las posibilidades de ser leído debería concluir que son remotas, en la medida en que, de comportarse todos como el potencial escritor que no lee, estaría muy lejos de lograr que las personas que leen y escriben se ocupen de dar una opinión sobre sus obras. Como si alguien pretendiera que sus amigos miraran sus fotos de vacaciones o las instantáneas de sus hijos sin practicar la reciprocidad.

"Mirá estas fotos pero no me muestres ninguna de las tuyas." La literatura es siempre un tejido. Los que escriben sin haber leído lo que otros escribieron funcionan como cuerpos de una galaxia lejana: no los afectan las leyes del sistema de los demás escritores y lectores, no conocen la trayectoria de esos planetas y se desinteresan por lo que sucede en un espacio al que no se acercan porque están demasiado ocupados en lo que los rodea. Pero, si no pertenecen a esa lejana galaxia, tampoco tiene mucho sentido mandar cápsulas interplanetarias ara que sean abiertas y decodificado su mensaje por quienes viven allí. Aunque parezca mentira, hay gente que considera que la actividad de escribir es completamente autónoma de la de leer; en realidad, no se han dado cuenta de que escribir y leer son inescindibles, tanto como para jugar un partido de fútbol son necesarios dos equipos.

Es perfectamente posible que un aspirante a escritor no lea a sus contemporáneos, pero se hace cuesta arriba aceptar que no lea a casi nadie, ni vivo ni muerto. Quienes reciben los mensajes de las decenas de miles de listas de correo que dan vuelta alrededor de nosotros como una segunda atmósfera comprueban, cada vez que abren sus casillas, que internet no ha hecho sino acentuar esta tendencia que no toca sólo a la literatura. Se envían, además de piezas de esa "literatura autónoma de la literatura", comentarios sobre la actualidad política o social que parecen escritos prescindiendo de la lectura de los diarios y que sólo muestran como remoto horizonte a la televisión o a la experiencia directa que segrega opiniones parecidas a las de la televisión.

Las páginas de los diarios en internet amplifican este fenómeno (que quizá nos indique cómo será el futuro). Allí se escriben comentarios de visitantes que se alejan cada vez más del artículo que les dio origen, como si esas pantallas fueran un utópico espacio de democracia radical o un patio de juegos donde no se siguen las reglas de la primera tirada de fichas, que es el artículo al que a veces se refieren y a veces no. Los lectores han entrado en rebeldía. Después de siglos en los que para escribir o para criticar había que leer, despunta una aurora de libertad y entusiasmo expresivo: toda opinión vale lo mismo, no por lo que dice ni por su argumento, sino porque todos valemos lo mismo. Es cierto, porque todos valemos lo mismo en dos cuestiones esenciales: los derechos humanos y el voto en democracia. De lo que se trata ahora es de extender esta igualdad a las opiniones, las formas de expresarse y los berretines.

Sin embargo, volviendo al comienzo: el ideal de igualdad debería incitar a los no escritores con "ganas de escribir" a la lectura de los escritores que, como ellos, han sentido esas ganas pero también respondieron al deseo, un poco menos egocéntrico, de leer lo que otros escriben.

Revista Viva, CLARÍN.19 DE ABRIL DE 2009

8/8/09

Zunilda Ceresole de Espinaco


LA SOLAPA

Según una creencia popular de la provincia de Santa Fe, recorre campos, islas y montes un duende siestero denominado La Solapa.
El duende es pequeño, tiene la altura de una bola y piel de color amarillo intenso.
Todos los días a la hora de la siesta, desciende por un rayo desde el sol donde tiene su casa y comienza a transitar distintos lugares en busca de niños para raptarlos y llevarlos como esclavos a su ígnea morada.
Deambula por senderos sinuosos y si oye sus voces ella se esconde en un recodo para aparecer de improviso antes de ellos; si levanta la mano de lana nada sucede a los pequeños, pero si en cambio es la de hierro, están perdidos y condenados a servirla.
Las palomitas torcazas anuncian con su arrullo la presencia de este duende para advertir a los niños del peligro que corren.
Cuando La Solapa no encuentra víctimas suele llegarse hasta los ranchos; como es costumbre atrancar la puerta, al no poder ingresar a las viviendas, el duende se enoja y despide un nauseabundo olor a azufre que delata su presencia.
A la hora del atardecer, cuando el sol se desangra en postreros rayos de luz, La Solapa regresa a su morada astral. Si en ese momento, al mirar el horizonte se observan nubes de tierra, se da por seguro que el duende ha capturado a muchos niños, a los que lleva para sumirlos en eterna esclavitud.

Del libro “Santa Fe y sus leyendas”, de Zunilda Ceresole de Espinaco. Ediciones Culturales Santafesinas.

Ilustración Luis Scafati.

6/8/09

Sobre Gardner


29 JUL 09 | Howard Gardner: un mente brillante
Las mentes del futuro
¿Qué capacidades serán las más propicias para enfrentar los retos del siglo XXI? Un conocido psicólogo de Harvard dice que la clave reside en cinco tipos de mentalidades, y acerca algunas respuestas.

Por Macarena Peri (El mercurio/GDA)
revista@lanacion.com.ar

Howard Gardner (66) apenas tiene tiempo para contestar su correo electrónico. Es uno de los psicólogos más importantes de Estados Unidos. Su día transcurre entre clases, charlas, viajes y reuniones en la Universidad de Harvard. Tras años de estudios e investigaciones, ha puesto en jaque todo el sistema de educación escolar de su país. En 1983 presentó el libro que lo hizo famoso: Frames of mind: the theory of multiple intelligences (Fórmula de la mente: la teoría de las inteligencias múltiples).

Después escribió 16 libros más, siempre relacionados con el origen del pensamiento y los engranajes de la mente humana. El último de ellos fue Five minds for the future (Cinco mentalidades para el futuro) , en el que explica las cinco capacidades que debería tener el ser humano para enfrentar el siglo XXI. Su teoría hoy está en boca de todo el mundo y es analizada en distintas universidades. Esta es la clasificación de Gardner:

Mentalidad disciplinada

"En la mayoría de los colegios se enseñan sólo contenidos que se deben aprender de memoria", critica Gardner. Es decir qué rey siguió a qué reina, qué año pasó tal cosa, cuántos planetas hay en el sistema solar. ¿Eso es el pensamiento disciplinado? No, responde el psicólogo en su libro.

Piensa que a los jóvenes no se les enseña a pensar de una manera disciplinada. Para lograr eso, dice, los educadores deben hacer que el niño o el adolescente entiendan lo que se les está enseñando. Y hacerlos practicar.

Como los contenidos son invenciones del ser humano, el cerebro no está preparado para aprenderlos de manera intuitiva. Por ello, las mediciones internacionales carecen de sentido. Algunos tests o pruebas, escribe Gardner, cuanto más se centren en memorización de contenidos y lejos de una forma de pensar disciplinada, más anacrónicas serán.

Para él, en esta era digital donde la información es infinita, la formación de una mente disciplinada se hace más importante y necesaria. Ello, porque los estudiantes con conocimientos sobre una disciplina serán capaces de buscar qué es importante y descartar lo que no resulte importante dentro de la gran cantidad de información disponible en la Red.

Mentalidad sintetizadora

La síntesis es necesaria para unir cosas que se encuentran dispersas, pero que una vez juntas cobran un sentido desconocido. Howard Gardner pone un ejemplo: uno de los mayores sintetizadores de la historia fue el naturalista inglés Charles Darwin. "Su mentalidad es la que necesitamos hoy. Y es una de las mentalidades más importantes que necesitaremos para el futuro."

La mentalidad sintetizadora se da cuenta de que hoy en día estamos inundados de información. Gardner señala que si se busca la palabra "evolución" en Internet se puede pasar toda la vida leyendo fuentes secundarias, muchas de ellas de cuestionable valor, por lo que se necesita de un criterio formado para decidir a qué poner atención y qué ignorar. Para poder sintetizar la información, ésta se debe unir de la forma más coherente para que tenga sentido y pueda ser transmisible hacia otras personas.

En una de las charlas que Gardner ha dado al respecto, un docente entre el público levantó la mano y preguntó: "¿No es acaso sintetizar lo que han hecho los profesores desde siempre?" "Creo, al igual que usted, que hemos estado en el negocio de sintetizar por años, pero no nos hemos dado cuenta ni nos hemos puesto a pensar de lo importante que es y de cómo podemos ayudar a otras personas a convertirse en mejores sintetizadores", contestó.

Mentalidad creativa

Esta mentalidad, según el autor, está personificada por Einstein en las ciencias, y por Virginia Woolf en las artes. Las personas creativas son aquellas a quienes se les ocurren cosas nuevas, las cuales con el tiempo son aceptadas. Gardner dice que si una idea o un producto son fácilmente aceptados, entonces no son creativos.

Cree también que no se puede ser creativo sin dominar al menos una disciplina, arte u oficio, "y la ciencia cognitiva nos enseña que, en promedio, toma alrededor de 10 años dominar un oficio". Si bien Mozart escribió música excelente a los 15 años, explica, fue porque comenzó cuando tenía cuatro o cinco. La misma historia ocurrió con Picasso.

Gardner escribe que las personas que son creativas toman oportunidades, asumen riesgos, no tienen miedo a caerse y son ellas mismas las que se levantan y se preguntan: ¿qué puedo aprender de esto?

Dice que muchas veces le han preguntado cómo hacer para que las personas sean creativas. Su respuesta es siempre la misma: "Es mucho más fácil prevenir que alguien sea creativo, a hacer que alguien lo sea". ¿Cómo se previene?, se pregunta: "Diciéndoles a los niños, a los jóvenes, que hay sólo una respuesta correcta y castigando al alumno si es que contesta la respuesta incorrecta. Eso nunca fomenta la creatividad".

Las personas creativas, dice, cambian con sus trabajos la forma de pensar y de actuar de quienes los rodean.

Mentalidad respetuosa

Gardner señala que ésta es una de las mentalidades más fáciles de explicar, pero ello no significa que sea fácil de lograr. Dice que en esta mentalidad, la misión más grande recae en los educadores, puesto que si se pretende enseñar a personas a que respeten a su prójimo, se deben proveer modelos y ofrecer una educación que fomente una postura favorable al respecto. Ello, sobre todo, cuando el poder de las relaciones es asimétrico.

En el mundo complejo en el que vivimos, dice el psicólogo, deberíamos, siempre que sea posible, dar prioridad al respeto por esas personas que tienen un origen y creencias distintas de nosotros y esperar que ellas devuelvan la misma actitud.

Mentalidad ética

Esta mentalidad requiere de un nivel de abstracción mayor que todas las anteriores. Estar en el mundo implica un gran trabajo de pensamiento.

"Una mentalidad ética no dice: ¿cómo debe comportarse Howard Gardner con otras personas? Lo que sí dice es: Yo soy un trabajador, en mi caso un profesor, escritor, científico y soy un ciudadano, en mi caso de mi universidad, de mi comunidad, de mi nación, de todo el mundo. Entonces, ¿cómo debería comportarme?"

De esta manera, la mentalidad ética se refleja en distintos roles que llevamos a cabo y cómo los resolvemos. El buen trabajo encarna la excelencia, el compromiso y la ética.

El desafío radica en unir estos tres conceptos. Sobre todo hoy, cuando las cosas cambian rápido, cuando nuestro sentido del tiempo y del espacio se ve muchas veces alterado por la tecnología, cuando los mercados son muy poderosos y no existen fuerzas capaces de moderarlos. Es ahí donde recae el desafío del "buen trabajo".



26/7/09

Hebe Uhart


ÉL

Ese verano estaba por entrar a la facultad. El año ante­rior tenía los omóplatos sobresalientes como un ángel, obtenidos con una dieta de bife y tomate partido en dos (una vez me desmayé en la bañadera). Ahora tenía un li­gero sobrepeso y controlaba todas las noches en una li­bretita la cantidad de calorías ingeridas: zanahoria, ochenta calorías; lechuga, cuarenta y cinco. Nabiza, leí en una revista, ochenta y cuatro. No quería ampliar mi dieta con nabizas, que debían ser una porquería como casi todo lo que llegaba a ochenta calorías. Mis pensa­mientos también habían cambiado: de indagar en unos libros que tenía si Jesucristo era hijo de Dios o un hom­bre cualquiera, pasé a un ensayo sobre verdades de fe y verdades de razón. El autor trataba de conciliarlas así: "Cuando se objeta el relato bíblico por la atribución de novecientos años a Noé, debemos tener en cuenta que se trata de la medición del tiempo para Dios... que es muy distinta de la nuestra". Me parecía que no había ninguna tabla de conversión posible del tiempo de Dios al nuestro y este hiato entre las verdades de la fe y las de la razón me producía el efecto de un remiendo. De to­dos modos, no estaba en ese momento dispuesta a se­guir esas tesis hasta las últimas consecuencias; curiosea­ba. Pasado ese año en que sí me había preguntado de manera vital si Jesucristo era hijo de Dios o un hombre cualquiera, que coincidía con comer bife con tomate partido en dos, había vuelto a mi tesitura de los once años. A los once años, una amiga me había dicho: "El infierno está en esta vida". Yo había encontrado esa afir­mación muy interesante; nunca la había oído. Me pare­cía posible pero incomprobable; la afirmación tenía pa­ra mí menos sentido en sí misma que en relación a cómo se me aparecía mi amiga después de haber pensa­do eso: era como una persona misteriosa que quién sabe por qué caminos extraños había llegado a decir "El in­fierno está en esta vida".

Pero a los diecisiete años bailaba sola y acompañada. So­la bailaba, con grandes movimientos y vueltas hasta quedar mareada: "Luna de miel de los monos". La luna de miel de los monos me parecía más fascinante que la de los humanos. También escuchaba a un cantante lla­mado Frankie Lane: yo sentía que la vida era una dulce perversidad y eso estaba solamente dispuesta a compar­tirlo con Frankie Lane: él cantaba para mí. Cuando es­cuchaba a Frankie Lane, que venía a ser todos los días, yo adquiría para mí misma un gran encanto: el de una muchacha desencantada de la vida. Ese desencanto era transitorio; si era sábado y había baile en el club o en una casa, yo me bañaba mucho más tarde; ponía mi ves­tido en una silla en el baño y no había que soportar la cena; comía cualquier cosa, de paso. En vez de cenar bailaba "Skokian"; era una música muy dinámica, era el aperitivo del baile y quedaba todo impregnado de Sko­kian, hasta el rengo que veía pasar por la calle todos los días a las ocho de la noche. ¿Por qué no? Ser rengo po­día ser una cosa encantadora. En el baile me sacaba a bailar un obrerito precioso que me apoyaba. Me gustaba mucho bailar con él, pero en cuanto me iba lo olvidaba. Una vez bailé con Guillermo Echecopar, pelo como ce­pillo, hombros estrechos y cuerpo frágil; allí escuché por primera vez que la historia debía ser revisada. Su fragili­dad me produjo desconcierto y ganas de pasarle la ma­no por el pelo cepillo, pero no podía conciliar el tema de la revisión de la historia con los susodichos senti­mientos; andaban separados como las verdades de la fe y las de la razón. Bailé toda la noche con él y no lo vi más porque era de Mendoza.

Sí, iba a entrar en Filosofía; cuando me preguntaban por qué, decía: "Por descarte". Me volvían a preguntar: "¿Por Descartes?". "Oh, no, por descarte de las otras carreras", decía yo con aparente cansancio y con cierto sentimiento de superioridad respecto de esa humanidad tan reiterativa. Eso mismo le había dicho a un visi­tante, Ernesto, que pretendía la amistad de mi hermano; cada vez que él venía, mi hermano se hacía negar. Como él no lo recibía, lo escuchaba yo. Era gordo y pe­sado; quería estudiar Filosofía aunque ya había empe­zado Medicina. Yo me copié de mi hermano y tampoco quería recibirlo, entonces lo escuchaba mi mamá; ella lo apreciaba mucho porque él había contado que en su casa enceraba los pisos. Parecía que se habría conforma­do si mi hermano o yo lo hubiéramos recibido, cual­quiera de los dos y yo finalmente le daba un poco de charla porque mi mamá me había dicho: "¡Pero qué an­tipáticos y groseros! Un muchacho que vale oro...". Un día me dijo que había comprado todos los apuntes para el año entrante; me invitaba a estudiar a su casa, que quedaba en un pueblo cercano. Su casa era el doble de la mía, pero yo no alcanzaba a admirarla. Los padres no estaban y una tarde puso "Skokian" y acompañó el dis­co con unas onomatopeyas espantosas en inglés, unas onomatopeyas babosas y repugnantes; empecé en ese tiempo a elaborar la convicción de que se conoce mu­cho más íntimamente a las personas por las onomatopeyas o por el modo de estornudar que por las más varia­das ideas que puedan sustentar. Cuando acabó el disco me dijo que en el piso de arriba había una pieza aislada; en la pieza una cama y que en la cama se había acostado con una novia que había tenido. Dijo que la cama cru­jía. Yo pensé que la cama crujiría con unos ruidos similares a las onomatopeyas con que acompañaba "Sko­kian" y cambié de conversación; al rato me fui y no quise volver más a esa casa para estudiar Filosofía. Er­nesto seguía yendo a mi casa todas las semanas, lo reci­bía mi mamá y habían avanzado en sus conversaciones sobre la calidad y la aplicación de la cera.

El año anterior a mi ingreso a Filosofía había examina­do mi cuerpo de frente, de perfil y la parte trasera, con un espejo. Estaba totalmente disconforme, no me gustaban mis pies ni mi tórax, que me parecían grandes, ni mi pelo ondulado; aunque era relativamente alta, quería ser más alta, rubia y de pelo lacio. Pero además me re­prochaba a mí misma el ser tibia, tanto exterior como interiormente. Tal vez hubiese preferido ser de una feal­dad de esas que asustan. Y como a los tibios el Espíritu Santo los vomita, me vestía de negro, para cubrir mi te­rrible fealdad interior y mi nada exterior. Me cubría pa­ra no ofender al prójimo; pero cuando bailaba con el obrerito y con Guillermo Echecopar, me ponía vestidos más lindos, me pintaba los labios y llegué a considerar­me aceptable; sin embargo algo me faltaba. Ese año fui a una enorme fiesta; en el centro una rubia de cuerpo perfecto bailaba sin parar y tenía, a su alrededor, a los cuatro varones más interesantes de la fiesta. Había que reconocer que ella era mayor, tendría veintitrés años; pero no sólo era elegida por ser rubia y hermosa: era, graciosa, inteligente, coqueta, ensimismada y sonrien­te. Sus triunfos no la llevaban a cometer ningún exa­brupto, como por ejemplo salir galopando por toda la pista de baile, algo que hubiera hecho yo de tener se­mejante éxito. Primero tuve una sensación dolorosa, "nunca iba a ser como ella", pero después cuando todo el mundo se sentó a mirarla para ver cómo bailaba, for­mé parte de todo el mundo y era como si yo bailara con esos muchachos. La otra chica que bailaba mucho no era linda y sin embargo tenía casi tanto éxito como la rubia: pero tenía savoir faire desde los nueve años. A los nueve años todas queríamos ir con Mirta y ser amiga de ella era una especie de consagración; ella era amiga de todas y de nadie; era amiga del grupo. Una vez me invitó a su casa para jugar; éramos muchas. La coherencia del grupo pa­reció tan grande, tan compacta y perfecta, con códigos tan sofisticados y fuera de mi alcance, que no podía en­tender lo que decían; estaban discutiendo. A mí me pro­ducía mucha turbación intervenir o discutir; me fui con una paleta a jugar sola. De un pelotazo desparramé un poco de tierra de una maceta y ella, con tono duro, me dijo:

—Tenés que barrer.

Barrí sin decir nada y me fui llorando a mi casa, sin despedirme, para que no me vieran llorar; nunca más iba a volver a la casa de ella. Allá en casa de ella estaba el grupo, triunfante y glorioso y yo me había quedado sola y me había mandado barrer; nunca se lo iba a per­donar.

Pero ahora, a los diecisiete años, se había producido una especie de statu quo entre las dos; éramos grandes y yo había aprendido ya el arte de hablar de una cosa y pen­sar en otra y el de hablar sin decir nada que me impor­tara. Cada vez que la veía y cambiábamos unas palabras, pensaba mientras: “¿Te acordás cuando me mandaste que barriera?”.

La encontré un día de septiembre; íbamos en bici­cleta y me propuso dar una vuelta por las afueras del pueblo, donde los chalecitos se espaciaban, había tron­cos de árbol sueltos que parecían asientos naturales, aro­mos florecidos y cerca, el río. Cuando habíamos avanza­do un poco, yo contenta porque ella me había dado bolilla y porque me mantenía muy bien en esa nueva tesitura adulta y ella contenta porque creía que no mere­cía otra cosa en la vida, me dijo:

—Vamos a saludar a un amigo que vive allá.

Nos detuvimos en un chalet más viejo que los otros, con los yuyos crecidos en el jardín delantero; parecía deshabitado, si sus dueños lo habitaban les daría lo mis­mo vivir ahí, en la intemperie o en la ciudad. Ella tocó timbre como una persona acostumbrada a ir a esa casa y salió, somnoliento, el hombre más hermoso que yo ha­bía visto en mi vida; era un hombre, no era un mucha­cho como los que bailaban conmigo; tendría veintisiete años. Tenía la barba un poco crecida, como de dos días; debía de ser alguien al que esas nimiedades como afei­tarse, no le interesaban. Su cuerpo y su cabeza eran per­fectos; los labios muy grandes y sensuales y la mirada burlona. Ella le dijo:

—¿Cómo te va? —¡Mirta lo trataba de vos, de igual a igual a ese muchacho tan grande!

Yo había quedado muda por el impacto de su pre­sencia y él lo advirtió: se volvió más negligente, bosteza­ba, hablaba como alguien que recién se levanta de la ca­ma. Mi fascinación aumentaba. Dijo:

—¿Quieren pasar?

—No, no, otro día —dijo Mirta como si estuviera acostumbrada a entrar en la casa de él y ahora no lo hacía porque asuntos más importantes la requerían. Yo es­taba tan impactada por la presencia de él como por el hecho de que a ella no le produjera ningún impacto. Cuando nos fuimos (yo casi me caigo de la bicicleta pe­ro por suerte Dios me ayudó) le dije a Mirta:

—¿Hace mucho que lo conocés?

—Sí, como dos años. Lo conocí en una fiesta.

Ella hacía como dos años que tenía el privilegio de tratar con un ser así; lo dijo como algo natural. Agregó:

—No vive acá todo el año, está de paso. Vive en Buenos Aires.

—Es claro —pensé—. No podría ser de otra manera, tendría una casa hirsuta cuando quería llevar la baba hirsuta; allí iría para esconderse, pero tendría otra casa espléndida en Buenos Aires en la que haría cosas espléndidas.

Mirta me dijo:

—Come mandarinas en la cama y tira las cáscaras en las sábanas.

Eso era el súmmum de lo que yo podía llegar a escu­char. Evidentemente era un ser totalmente libre, podía ser civilizado o salvaje según sus deseos...

—Es muy pata —dijo ella—. La vez pasada lo vi por el río con una rubia flaca, alta.

¿Cómo un príncipe podía ser pata? Era un misterio que no estaba dispuesta a preguntarle, no le dije nada. Oculté la impresión que él me produjo y la traduje en una superficial.

—Es muy lindo —dije.

Ella cambió de tema y llegamos al centro.

Desde entonces, no pude dejar de pensar en él: "Iba con una rubia, flaca, alta". Claro, con quién iba a ir, no iba a ir con una ovejita de pelo ondulado como yo. Él cam­biaría de mujeres constantemente pero debería preferir a la rubia, flaca y alta porque formaban una pareja totalmente distinta de las demás. Las uñas de ella seguramen­te eran muy largas; era hermosa, un poco mayor que él y con esas uñas de bruja sacaría las cáscaras de mandari­na de la cama, sin mencionar el tema; jamás un repro­che. A veces a la noche, antes de dormirme, lo imagina­ba solo. Veía su cara como si lo estuviese viendo en realidad, imaginaba que vivía conmigo en las siguientes condiciones: él me ponía en una especie de cucha de perro que tenía en el fondo de su casa y me tenía atada ahí todo el día. Él salía durante todo el día y cuando volvía, me desataba; me trataba de usted. Yo preparaba la cena y él me hablaba lo indispensable. Después em­pecé a imaginármelo también de día y al atardecer mis pasos se encaminaban solos hasta su barrio, no llegaba hasta su casa.

Cuando me acercaba a su casa y pegaba la vuelta era como si me hubiese salvado de algún peligro; miraba detenidamente los troncos caídos, las casitas, los bancos de piedra que estaban junto a las puertas, como si lo único que yo me hubiera propuesto fuera un agradable paseo. Una vez, en mis tantos paseos por ese barrio pasé por una cuadra paralela a la de su casa. Me fui con una bolsa para comprar fruta en una verdulería que había por ahí, para tener una coartada por si lo encontraba, aunque me repugnara ir por esos prados con una bolsa de compras. Al llegar a la altura de la casa de él, tenía la sensación de que estaba escondido en su casa; estaba se­gura de que no era un hombre que anduviera por el ba­rrio; no era alguien a quien se le encontraba fácilmente por la calle; como corresponde a una persona importan­te, no daría vueltas sin ton ni son.

Un día dije: "Yo voy a pasar por la puerta de su ca­sa”. Me encaminé; iba diciendo "ojalá no esté"; yo sen­tía que estaba.

Estaba, estaba reparando su verja pero posiblemente fuera un producto de mi imaginación. Me sonrió como si me hubiese visto el día anterior y me dijo:

—¿Qué hacés por acá?

—Nada, pasaba por el barrio...

No sabía qué decir. Me dijo después: —¿Querés entrar?

—No, gracias —dije yo—. Tengo que irme.

Lo saludé y me fui. Cómo se le podía ocurrir tan naturalmente que yo entrara: a lo mejor entraba y me ata­ba a la cama o vaya a saber qué en esa casa que debía ser oscura por dentro. Cuando volvía para mi casa, pensé: “De buena me salvé, si entraba ahí, a lo mejor no salía nunca más”.

Cuando llegué a mi casa estaba Ernesto conversando con mi mamá; le explicaba el pensamiento de Tales y el de Anaximandro, comparados. A mi mamá no le intere­saba la Filosofía; le interesaba la Segunda Guerra Mun­dial. Nos dijo:

—¡Qué interesante! Los dejo. ­

Entonces me siguió explicando a mí, yo pensé que todas esas reflexiones de él estaban viciadas de nulidad y no estaba dispuesta a escucharlo ni a leerlo así escribiera una historia de la Filosofía que refutara todas las ante­riores. Mientras Ernesto seguía hablándome, yo lo escu­chaba avergonzada: si "él" llegara a saber que yo tenía semejante amigo, no me miraría nunca más; me despre­ciaría. Antes pensaba que Ernesto me aburría, en ese momento empecé a pensar que Ernesto me contaminaba; si lo escuchaba mucho me iba a contaminar pesadez y gordura.

—Muy interesante —le dije—. Me tengo que ir.

—Te acompaño —dijo.

—No, no, hasta otro día.

A partir de entonces empezó a venir día por medio; se había resignado definitivamente a que mi hermano no saliera, porque no salió nunca más y se ve que mi ma­má, por más que lo apreciara, no sabía qué decirle. Ella seguía diciendo que Ernesto era una monada de mucha­cho, pero después de la conversación de Tales y Anaxi­mandro, cada vez que tocaba el timbre, me decía: Está Ernesto.

Yo lo atendía desde la puerta; invariablemente le decía que tenía que salir, me miraba con cara traspape­lada, de perro apaleado y se iba; a mí no me daba nin­guna pena.

Yo entré a la facultad de Filosofía y empecé a conocer una serie de personas fascinantes. Cristina, por ejemplo, tenía veinte años y ya tenía una nena de seis años, una nena con lentes gruesos. Ella la presentaba así: "Mi hija. Es un poco menos estrábica que Sartre". También Ester; cuando le pedí que paráramos en un lugar a tomar un café, me dijo: "Yo acá no entro; acá tengo fantasmas". Primero me asusté puerilmente y después comprendí lo que era una imaginación retinada: claro, eran fantasmas privados. Y también Mario, que entablaba largas discu­siones con sus amigos, debates que yo no entendía por­que ellos eran más grandes y además hablaban en fran­cés y en inglés; cuando alguien lo vencía en la argumentación, Mario hacía un gesto como quien se desarma y decía “Touché”.

Me había olvidado de "él" por todas estas noveda­des. Un día de invierno yo iba a la estación para tomar el tren; en el andén estaba él y lo reconocí desde media cuadra antes. No estaba con la barba crecida; estaba con un hermoso sobretodo. La emoción de verlo era tan grande que tenía que concentrar todo mi esfuerzo para que no se notara, quería parecer indiferente. En la esca­lera de acceso al andén ensayé cómo iba a afrontar eso: decidí que lo mejor era hacer como que no veía y después desviar la vista, como por casualidad. Pero cuando emergía de la escalera, él me vio, me sonrió y yo me dirigí inmediatamente a donde estaba él.

—Hola —me dijo.

—Hola —dije.

Llegó el tren y preguntó:

—¿Nos sentamos acá?

—Sí —dije yo, que me daba lo mismo sentarme en el suelo o en el techo del tren.

Preguntó dónde nos sentaríamos con cierta vacila­ción, yo no entendía cómo un dios puede preguntar dónde debe sentarse; pero todo era tan extraterreno que me dije: "Voy a actuar como si todo fuera natural".

Yo había dicho "sí" con voz de grajo. Debía reme­diar eso, tendría que mostrarme desenvuelta y exigente. Él me vio con gordos libros y me preguntó:

—¿Qué has leído?

—Baudelaire —dije yo.

Baudelaire me pareció una lectura apropiada para contarle a él.

—¿Has leído a Hermann Hesse?

—Sí —dije yo. Tenía que remediar esa voz de grajo.

Dije:

—Leí también a Neruda y a Guillén. Pero no me gusta del todo Guillén.

—¿Por qué? —preguntó levemente irritado, como un maestro severo.

Yo leía los suplementos literarios de los diarios: "El Picasso de la primera época”, "El primer Vallejo". Yo no podía distinguir "El primer Guillén" de cualquier otro, pero dije:

—Porque tiene muchas onomatopeyas.

Él se quedó callado y a mí me dio un ataque de desesperación. ¡Que Dios me ayudara en adelante para no hacer nada que no entre en mi plan de comporta­miento! Él seguía sin hablar, miré por la ventanilla, pasaban unas cinco gitanas.

—¡Gitanas!... —dije con entusiasmo desmedido, como si el espectáculo me apasionara.

Él sonrió y seguía sin hablar. Entonces le pregunté: —¿Usted alguna vez soñó en tecnicolor?

—Oh, no tengo ese privilegio —dijo.

Lo dijo como si fuera un privilegio dudoso o poco interesante. Yo advertí la finura de la expresión: tal vez hubiera querido decir: "Eso no me importa”, pero lo di­jo de una manera elegante. Pensé: "No, no es un dios, es un caballero inglés". Aunque estaba impactada por la respuesta dije:

—Yo sí sueño en colores.

Le conté un sueño con grandes flores tropicales, se las describí.

Lo había soñado a él, pero eso no lo conté; se podría irritar conmigo por semejante abuso. Cuando terminé de contar el sueño, me dijo: Llegamos.

Estaba sonriente, se desperezaba en el asiento y me miraba, un poco divertido y otro poco, cansado.

—Sí —dije yo.

Era un caballero inglés.

A los tres días de este episodio, mi mamá me dijo:

—Alguien te mandó flores.

Eran rosas rojas, muy lindas, recién llegadas y envueltas en su papel. Yo no podía saber quién las había mandado; pensaba y pensaba. Mi mamá me dijo: ¿No las vas a poner en agua?

No las iba a poner hasta que no supiera quién las ha­bía mandado, a mí las flores no me gustaban mucho, más me hubieran gustado frutas o bombones... salvo que las hubiera mandado él. Sí, fui pensando cada vez con más convicción; me las debe haber mandado él, porque si a mí que no me gustaban las flores, éstas me gustaban tanto, se veían tan hermosas, tan presentes... Sí, las había mandado él. En todo el día no pensé en otra cosa, las miraba cada vez que entraba y salía de la casa. Las puse en agua y las regué cinco veces ese día pa­ra que fueran eternas. Al día siguiente cuando los pim­pollos se abrieron y estaban en su esplendor, mi mamá me dijo:

—Vino Ernesto.

—...

—Él te mandó las rosas. Era previsible.

Dijo eso y se fue con el diario a dormir la siesta. —No puede ser —dije yo.

—Sí —me dijo desde la pieza.

¿Qué era previsible? La odié, como si su previsión formara parte de la estafa.

Es posible que mi mamá les cambiara el agua a esas rosas, porque no toleraba los desperdicios ni las tareas inacabadas; yo no las miré más, por mí, que ardieran to­dos los jardines y que esas rosas se achicharraran para siempre en el infierno.

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