15/8/09

Arturo Jauretche

(Imagen:La siesta, de Cesar Fernánez Navarro, perteneciente al Museo Rosa Galisteo de Rodríguez, Santa Fe, Argentina)

Zoncera N° 15

EL "VICIO" DE LA SIESTA



Se trata de un "vicio" típico de la indolencia nativa, según los "cultos".
Mi viejo amigo don Julio Correa, fallecido hace ya años, fue uno de los narradores con más gracejo que he conocido. Era el suyo un chispeante humor, que remarcaba con el acen­to catamarqueño y con uno de sus ojos, cuyo párpado, cayen­do "como capota de coche" —según su decir—, subrayaba el momento preciso del efecto buscado.
Nadie que las haya presenciado podrá olvidar la fina gra­cia de las polémicas a chiste entre el santiagueño Chalaco Iramain y don Julio, en que las rivalidades de las dos provincias natales se ventilaban en amables e inagotables anecdotarios.
Contaba Correa que viajó una vez a su provincia como delegado de su partido —era radical—, para arreglar uno de los tantos conflictos de campanario con que los provincianos llenan el hueco de las horas vacías. Esas horas vacías que el clima impone, matizadas de trucos y de bromas, almácigos de apodos y de anécdotas bajo la sombra amonedada de sol de los parrales o en la cámara oscura del café o del club, tras el objetivo tachonado de "bufache" de la vidriera.
El tren llegó a las tres de la tarde. Desde el estribo, vali­ja en mano, don Julio paseó su mirada por el andén de la es­tación, donde dos o tres escépticos changadores y el inevitable perro pila bajo un banco, sustituían la presumida Comisión de Recepción.
Sin embargo, al pasar por la sala de espera, oyó una voz conocida que le daba la bienvenida desde un rincón oscuro y perfumado de "fluido".
—"¿Has venido vos solamente?" —preguntó Correa, anti­cipándose ya al fracaso de su gestión.
Pero el otro le explicó, con la razón de su presencia, las demás ausencias:
—"Es que estaba desvelado."
Pretendía después don Julio, que no era desvelo. El que lo esperaba también dormía, sólo que era sonámbulo.
Los sonámbulos practican a la hora de dormir y el sonam­bulismo diurno no es un sonambulismo de segunda. Donde es más importante dormir en las primeras horas de la tarde que en las de la noche, hay sonámbulos de siesta.
Esto tal vez sea difícil de comprender para los que creen que su mundo es el mundo y que los horarios —hasta para el sonambulismo— tienen que arreglarse según los horarios de otros climas más "civilizados", como dicen.
Y otras veces es la vida, con sus exigencias, y no el clima, a pesar del clima, la que los organiza, como en el caso de los changadores de la estación de Catamarca y la del mismo jefe de la estación, que tiene que "acechar" la posible llegada del tren sin que le valga el horario de la siesta.

* * *

¡Oh, necesaria, deliciosa y detractada siesta! Sabios hora­rios de provincia, que cierran las puertas de los comercios y los talleres; que nos zambullen en un agua de silencio rayado de chicharras, entornando también la puerta del día hasta que llega la tarde, dulce y fresca como sandía recién sacada del pozo, con una boca gruesa y jugosa, abierta en carcajada.
De vez en cuando cae por provincias un "profesor de energía". De esos que han leído a Spencer y a Orison Sweet Marden, y desde luego a Agustín Álvarez, los editoriales de los grandes diarios, las opiniones de los normalistas y el "Reader Digest", y nos abruman con que "time es money", y que na­da se debe dejar para mañana.
Yo los he visto llegar a los países de la siesta, pontificar sobre la molicie de las costumbres y la haraganería criolla, que la siesta simboliza, hasta que la siesta misma, como un hada amable y persuasiva, y un poco maliciosa, los ha ido pau­latinamente conduciendo por los caminos del sentido común. Y he visto también rechazarla porfiadamente, hasta el final in­evitable, que va resbalando de los vasos de whisky y las bote­llas de cerveza de las confiterías y los clubs, a la caña de los mostradores de boliche y la botella de los bebedores solita­rios.
Y no es un descubrimiento mío, pues pertenece a la me­jor literatura imperial, nada menos que a Rudyard Kipling: "Ahora bien, la India es un sitio más lejano que los otros, don­de uno no debe tomar las cosas demasiado en serio, excepto siempre el sol de mediodía. El mucho trabajo y el exceso de energía matan a un hombre tan seguramente como el reunir muchos vicios". (Rudyard Kipling, Cuentos de las colinas). El cuento es el de un alumno modelo de Sandhurts, que gra­duado va a servir en las fronteras de la India, y que como modelo no se allana a las exigencias del clima. Y lo paga.
La India no es Catamarca, ni Santiago del Estero, pero vale la moraleja. Sólo que nuestros "cultos" lo entienden a Kipling, a quien desde luego han leído, pero sólo para la In­dia, y no para lo nuestro. En esto como en todo.
Conocí un "profesor de energía" que, increíblemente, era provinciano.
Viajaba ya a Tucumán en el verano de 1928. Principiaba enero, y el termómetro del coche comedor del tren batía sus mejores marcas.
En La Banda descendió el Coronel De La Zerda, can­didato a gobernador por los radicales antipersonalistas. En el andén una pequeña banda de música, disparos de bombas y el desganado y breve discurso de bienvenida. Después vi salir de la estación el pequeño grupo de partidarios que se alargó en la calle en fila india, pegado a las paredes del norte, como si caminara a pie enjuto por el hilo dentado de su sombra que mellaba la vertical solar. En el andén, levemente som­breado, quedamos solos el jefe de la estación y yo. El corres­pondiente perro pila había vuelto a estirarse bajo el banco, agotado por el esfuerzo de husmearme, y en la punta lejana del andén el auxiliar cachaciento entregaba el aro al maqui­nista.
—"¿Puede ganar el Coronel éste?..." —le pregunté al jefe.
—"Vea, señor" —me contestó después de una pausa—, "Pres­tigio no tiene mucho y menos su partido. ¡Pero el hombre es muy trabajador!".
Y para ratificarlo —después de "tomarse un tiempo" —agre­gó ponderativamente:
—"¡Figúrese que no duerme la siesta!".
Quedamos en silencio los dos. El santiagueño, absorto an­te el fenómeno que acababa de señalar. Yo, rumiando la comprobación sociológica que acababa de hacer: la siesta como expresión del arrastre "bárbaro" de las tradiciones hispano­americanas, y lo que podía significar aquel hombre símbolo, cuando, llegado al gobierno, la desterrara de las costumbres, y ganando horas al tiempo colocara a Santiago del Estero en la ruta de la civilización europea. Pergeñaba "in mente" un ensayo como para las columnas de "La Nación", "La Prensa" o "La Vanguardia", cuando en el momento de volverme en di­rección al tren, oí que el santiagueño —y ya se sabe que el paisano tiene dos tiempos— completaba su pensamiento:
—"La verdad, señor, es que no sé qué gana con estar des­pierto, ¡porque como los demás estamos durmiendo...!".
La dinámica del Coronel De La Zerba me había pertur­bado hasta olvidarme del sol, de la temperatura, y las demás condiciones naturales que rigen la dinámica santiagueña.
Tomaba como buen ejemplo el malo, el que no servía para el caso, pues las leyes del caso están dadas por la natu­raleza, a la que no se puede escapar ni aquí ni en la India, sino por el whisky, la cerveza o la caña, porque el que no se evade de la fresca. Así también los borrachos de sabiduría li­bresca, que copian en lugar de mirar, y no ven, porque no to­dos los que miran ven.
Inútil decir que el Coronel De La Zerda perdió la elec­ción. Y lo que es más importante: las siestas.
Pero ahora sabemos que Winston Churchill dormía la siesta. Adquirió la costumbre en Cuba, en su mocedad. Y pue­de ser que los tilingos comiencen a ponderar sus excelencias. Ellos son así. El tango vino de los salones de París, y ahora la música folklórica les gusta, porque retorna con pase ultra­marino. Es "bian", y los chicos y chicas aprenden la guitarra.
Que sea por mucho tiempo. Amén.
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