14/8/09

Beatriz Sarlo


El escritor que a un libro no se asoma

Borges afirmó (y, pese a la aparente paradoja, creía en esto seriamente) que se enorgullecía de los libros que había leído más que de los que había escrito. En las biografías de escritores, es crucial el momento en que se desea ser "el otro", el que ha imaginado lo que se está leyendo. Un crítico norteamericano afirma que los poetas padecen la angustia de las influencias, precisamente porque saben que, en sus comienzos, hubo un libro. La literatura sale de la literatura para continuar lo anterior, para variarlo, para destruirlo. Esto no es ninguna novedad. Pensándolo mejor, quizá lo sea. Cada vez más frecuentemente, alguien solicita que se lean sus originales aún inéditos o publicados por una vanity press que, legítimamente, recibe plata por sacar un libro sin someterlo a la revisión de ningún experto, lo cual en sí mismo no es malo ya que la historia de la literatura ofrece equivocaciones basadas en el saber, aunque también ofrece, en mayor cantidad, anécdotas de editores que definen catálogos valiosos.

Si la conversación con quien pide lectura sigue algunos minutos más, se descubre algo curioso: muchas veces, más de las creíbles y esperables, esa persona no lee literatura y, para comenzar, no lee a ningún escritor contemporáneo de su propio país o de su propia lengua. Quiere ser escritor para que lo lean, pero no quiere ser lector para leer a otros. Si esto sucediera solamente con gente muy joven, adolescentes que buscan "expresarse", la cuestión no sería sorprendente. Pero es el caso de gente que, después de haber vivido varias décadas, no ha creído oportuno aprovechar el tiempo transcurrido para conocer las novelas o los poemas de sus contemporáneos sino solamente para decir lo suyo.

Existe algo así como las "ganas de escribir", desligadas de las "ganas de leer". Si quien experimenta esas ganas reflexionara sobre las posibilidades de ser leído debería concluir que son remotas, en la medida en que, de comportarse todos como el potencial escritor que no lee, estaría muy lejos de lograr que las personas que leen y escriben se ocupen de dar una opinión sobre sus obras. Como si alguien pretendiera que sus amigos miraran sus fotos de vacaciones o las instantáneas de sus hijos sin practicar la reciprocidad.

"Mirá estas fotos pero no me muestres ninguna de las tuyas." La literatura es siempre un tejido. Los que escriben sin haber leído lo que otros escribieron funcionan como cuerpos de una galaxia lejana: no los afectan las leyes del sistema de los demás escritores y lectores, no conocen la trayectoria de esos planetas y se desinteresan por lo que sucede en un espacio al que no se acercan porque están demasiado ocupados en lo que los rodea. Pero, si no pertenecen a esa lejana galaxia, tampoco tiene mucho sentido mandar cápsulas interplanetarias ara que sean abiertas y decodificado su mensaje por quienes viven allí. Aunque parezca mentira, hay gente que considera que la actividad de escribir es completamente autónoma de la de leer; en realidad, no se han dado cuenta de que escribir y leer son inescindibles, tanto como para jugar un partido de fútbol son necesarios dos equipos.

Es perfectamente posible que un aspirante a escritor no lea a sus contemporáneos, pero se hace cuesta arriba aceptar que no lea a casi nadie, ni vivo ni muerto. Quienes reciben los mensajes de las decenas de miles de listas de correo que dan vuelta alrededor de nosotros como una segunda atmósfera comprueban, cada vez que abren sus casillas, que internet no ha hecho sino acentuar esta tendencia que no toca sólo a la literatura. Se envían, además de piezas de esa "literatura autónoma de la literatura", comentarios sobre la actualidad política o social que parecen escritos prescindiendo de la lectura de los diarios y que sólo muestran como remoto horizonte a la televisión o a la experiencia directa que segrega opiniones parecidas a las de la televisión.

Las páginas de los diarios en internet amplifican este fenómeno (que quizá nos indique cómo será el futuro). Allí se escriben comentarios de visitantes que se alejan cada vez más del artículo que les dio origen, como si esas pantallas fueran un utópico espacio de democracia radical o un patio de juegos donde no se siguen las reglas de la primera tirada de fichas, que es el artículo al que a veces se refieren y a veces no. Los lectores han entrado en rebeldía. Después de siglos en los que para escribir o para criticar había que leer, despunta una aurora de libertad y entusiasmo expresivo: toda opinión vale lo mismo, no por lo que dice ni por su argumento, sino porque todos valemos lo mismo. Es cierto, porque todos valemos lo mismo en dos cuestiones esenciales: los derechos humanos y el voto en democracia. De lo que se trata ahora es de extender esta igualdad a las opiniones, las formas de expresarse y los berretines.

Sin embargo, volviendo al comienzo: el ideal de igualdad debería incitar a los no escritores con "ganas de escribir" a la lectura de los escritores que, como ellos, han sentido esas ganas pero también respondieron al deseo, un poco menos egocéntrico, de leer lo que otros escriben.

Revista Viva, CLARÍN.19 DE ABRIL DE 2009