8/8/09

Zunilda Ceresole de Espinaco


LA SOLAPA

Según una creencia popular de la provincia de Santa Fe, recorre campos, islas y montes un duende siestero denominado La Solapa.
El duende es pequeño, tiene la altura de una bola y piel de color amarillo intenso.
Todos los días a la hora de la siesta, desciende por un rayo desde el sol donde tiene su casa y comienza a transitar distintos lugares en busca de niños para raptarlos y llevarlos como esclavos a su ígnea morada.
Deambula por senderos sinuosos y si oye sus voces ella se esconde en un recodo para aparecer de improviso antes de ellos; si levanta la mano de lana nada sucede a los pequeños, pero si en cambio es la de hierro, están perdidos y condenados a servirla.
Las palomitas torcazas anuncian con su arrullo la presencia de este duende para advertir a los niños del peligro que corren.
Cuando La Solapa no encuentra víctimas suele llegarse hasta los ranchos; como es costumbre atrancar la puerta, al no poder ingresar a las viviendas, el duende se enoja y despide un nauseabundo olor a azufre que delata su presencia.
A la hora del atardecer, cuando el sol se desangra en postreros rayos de luz, La Solapa regresa a su morada astral. Si en ese momento, al mirar el horizonte se observan nubes de tierra, se da por seguro que el duende ha capturado a muchos niños, a los que lleva para sumirlos en eterna esclavitud.

Del libro “Santa Fe y sus leyendas”, de Zunilda Ceresole de Espinaco. Ediciones Culturales Santafesinas.

Ilustración Luis Scafati.

6/8/09

Sobre Gardner


29 JUL 09 | Howard Gardner: un mente brillante
Las mentes del futuro
¿Qué capacidades serán las más propicias para enfrentar los retos del siglo XXI? Un conocido psicólogo de Harvard dice que la clave reside en cinco tipos de mentalidades, y acerca algunas respuestas.

Por Macarena Peri (El mercurio/GDA)
revista@lanacion.com.ar

Howard Gardner (66) apenas tiene tiempo para contestar su correo electrónico. Es uno de los psicólogos más importantes de Estados Unidos. Su día transcurre entre clases, charlas, viajes y reuniones en la Universidad de Harvard. Tras años de estudios e investigaciones, ha puesto en jaque todo el sistema de educación escolar de su país. En 1983 presentó el libro que lo hizo famoso: Frames of mind: the theory of multiple intelligences (Fórmula de la mente: la teoría de las inteligencias múltiples).

Después escribió 16 libros más, siempre relacionados con el origen del pensamiento y los engranajes de la mente humana. El último de ellos fue Five minds for the future (Cinco mentalidades para el futuro) , en el que explica las cinco capacidades que debería tener el ser humano para enfrentar el siglo XXI. Su teoría hoy está en boca de todo el mundo y es analizada en distintas universidades. Esta es la clasificación de Gardner:

Mentalidad disciplinada

"En la mayoría de los colegios se enseñan sólo contenidos que se deben aprender de memoria", critica Gardner. Es decir qué rey siguió a qué reina, qué año pasó tal cosa, cuántos planetas hay en el sistema solar. ¿Eso es el pensamiento disciplinado? No, responde el psicólogo en su libro.

Piensa que a los jóvenes no se les enseña a pensar de una manera disciplinada. Para lograr eso, dice, los educadores deben hacer que el niño o el adolescente entiendan lo que se les está enseñando. Y hacerlos practicar.

Como los contenidos son invenciones del ser humano, el cerebro no está preparado para aprenderlos de manera intuitiva. Por ello, las mediciones internacionales carecen de sentido. Algunos tests o pruebas, escribe Gardner, cuanto más se centren en memorización de contenidos y lejos de una forma de pensar disciplinada, más anacrónicas serán.

Para él, en esta era digital donde la información es infinita, la formación de una mente disciplinada se hace más importante y necesaria. Ello, porque los estudiantes con conocimientos sobre una disciplina serán capaces de buscar qué es importante y descartar lo que no resulte importante dentro de la gran cantidad de información disponible en la Red.

Mentalidad sintetizadora

La síntesis es necesaria para unir cosas que se encuentran dispersas, pero que una vez juntas cobran un sentido desconocido. Howard Gardner pone un ejemplo: uno de los mayores sintetizadores de la historia fue el naturalista inglés Charles Darwin. "Su mentalidad es la que necesitamos hoy. Y es una de las mentalidades más importantes que necesitaremos para el futuro."

La mentalidad sintetizadora se da cuenta de que hoy en día estamos inundados de información. Gardner señala que si se busca la palabra "evolución" en Internet se puede pasar toda la vida leyendo fuentes secundarias, muchas de ellas de cuestionable valor, por lo que se necesita de un criterio formado para decidir a qué poner atención y qué ignorar. Para poder sintetizar la información, ésta se debe unir de la forma más coherente para que tenga sentido y pueda ser transmisible hacia otras personas.

En una de las charlas que Gardner ha dado al respecto, un docente entre el público levantó la mano y preguntó: "¿No es acaso sintetizar lo que han hecho los profesores desde siempre?" "Creo, al igual que usted, que hemos estado en el negocio de sintetizar por años, pero no nos hemos dado cuenta ni nos hemos puesto a pensar de lo importante que es y de cómo podemos ayudar a otras personas a convertirse en mejores sintetizadores", contestó.

Mentalidad creativa

Esta mentalidad, según el autor, está personificada por Einstein en las ciencias, y por Virginia Woolf en las artes. Las personas creativas son aquellas a quienes se les ocurren cosas nuevas, las cuales con el tiempo son aceptadas. Gardner dice que si una idea o un producto son fácilmente aceptados, entonces no son creativos.

Cree también que no se puede ser creativo sin dominar al menos una disciplina, arte u oficio, "y la ciencia cognitiva nos enseña que, en promedio, toma alrededor de 10 años dominar un oficio". Si bien Mozart escribió música excelente a los 15 años, explica, fue porque comenzó cuando tenía cuatro o cinco. La misma historia ocurrió con Picasso.

Gardner escribe que las personas que son creativas toman oportunidades, asumen riesgos, no tienen miedo a caerse y son ellas mismas las que se levantan y se preguntan: ¿qué puedo aprender de esto?

Dice que muchas veces le han preguntado cómo hacer para que las personas sean creativas. Su respuesta es siempre la misma: "Es mucho más fácil prevenir que alguien sea creativo, a hacer que alguien lo sea". ¿Cómo se previene?, se pregunta: "Diciéndoles a los niños, a los jóvenes, que hay sólo una respuesta correcta y castigando al alumno si es que contesta la respuesta incorrecta. Eso nunca fomenta la creatividad".

Las personas creativas, dice, cambian con sus trabajos la forma de pensar y de actuar de quienes los rodean.

Mentalidad respetuosa

Gardner señala que ésta es una de las mentalidades más fáciles de explicar, pero ello no significa que sea fácil de lograr. Dice que en esta mentalidad, la misión más grande recae en los educadores, puesto que si se pretende enseñar a personas a que respeten a su prójimo, se deben proveer modelos y ofrecer una educación que fomente una postura favorable al respecto. Ello, sobre todo, cuando el poder de las relaciones es asimétrico.

En el mundo complejo en el que vivimos, dice el psicólogo, deberíamos, siempre que sea posible, dar prioridad al respeto por esas personas que tienen un origen y creencias distintas de nosotros y esperar que ellas devuelvan la misma actitud.

Mentalidad ética

Esta mentalidad requiere de un nivel de abstracción mayor que todas las anteriores. Estar en el mundo implica un gran trabajo de pensamiento.

"Una mentalidad ética no dice: ¿cómo debe comportarse Howard Gardner con otras personas? Lo que sí dice es: Yo soy un trabajador, en mi caso un profesor, escritor, científico y soy un ciudadano, en mi caso de mi universidad, de mi comunidad, de mi nación, de todo el mundo. Entonces, ¿cómo debería comportarme?"

De esta manera, la mentalidad ética se refleja en distintos roles que llevamos a cabo y cómo los resolvemos. El buen trabajo encarna la excelencia, el compromiso y la ética.

El desafío radica en unir estos tres conceptos. Sobre todo hoy, cuando las cosas cambian rápido, cuando nuestro sentido del tiempo y del espacio se ve muchas veces alterado por la tecnología, cuando los mercados son muy poderosos y no existen fuerzas capaces de moderarlos. Es ahí donde recae el desafío del "buen trabajo".



26/7/09

Hebe Uhart


ÉL

Ese verano estaba por entrar a la facultad. El año ante­rior tenía los omóplatos sobresalientes como un ángel, obtenidos con una dieta de bife y tomate partido en dos (una vez me desmayé en la bañadera). Ahora tenía un li­gero sobrepeso y controlaba todas las noches en una li­bretita la cantidad de calorías ingeridas: zanahoria, ochenta calorías; lechuga, cuarenta y cinco. Nabiza, leí en una revista, ochenta y cuatro. No quería ampliar mi dieta con nabizas, que debían ser una porquería como casi todo lo que llegaba a ochenta calorías. Mis pensa­mientos también habían cambiado: de indagar en unos libros que tenía si Jesucristo era hijo de Dios o un hom­bre cualquiera, pasé a un ensayo sobre verdades de fe y verdades de razón. El autor trataba de conciliarlas así: "Cuando se objeta el relato bíblico por la atribución de novecientos años a Noé, debemos tener en cuenta que se trata de la medición del tiempo para Dios... que es muy distinta de la nuestra". Me parecía que no había ninguna tabla de conversión posible del tiempo de Dios al nuestro y este hiato entre las verdades de la fe y las de la razón me producía el efecto de un remiendo. De to­dos modos, no estaba en ese momento dispuesta a se­guir esas tesis hasta las últimas consecuencias; curiosea­ba. Pasado ese año en que sí me había preguntado de manera vital si Jesucristo era hijo de Dios o un hombre cualquiera, que coincidía con comer bife con tomate partido en dos, había vuelto a mi tesitura de los once años. A los once años, una amiga me había dicho: "El infierno está en esta vida". Yo había encontrado esa afir­mación muy interesante; nunca la había oído. Me pare­cía posible pero incomprobable; la afirmación tenía pa­ra mí menos sentido en sí misma que en relación a cómo se me aparecía mi amiga después de haber pensa­do eso: era como una persona misteriosa que quién sabe por qué caminos extraños había llegado a decir "El in­fierno está en esta vida".

Pero a los diecisiete años bailaba sola y acompañada. So­la bailaba, con grandes movimientos y vueltas hasta quedar mareada: "Luna de miel de los monos". La luna de miel de los monos me parecía más fascinante que la de los humanos. También escuchaba a un cantante lla­mado Frankie Lane: yo sentía que la vida era una dulce perversidad y eso estaba solamente dispuesta a compar­tirlo con Frankie Lane: él cantaba para mí. Cuando es­cuchaba a Frankie Lane, que venía a ser todos los días, yo adquiría para mí misma un gran encanto: el de una muchacha desencantada de la vida. Ese desencanto era transitorio; si era sábado y había baile en el club o en una casa, yo me bañaba mucho más tarde; ponía mi ves­tido en una silla en el baño y no había que soportar la cena; comía cualquier cosa, de paso. En vez de cenar bailaba "Skokian"; era una música muy dinámica, era el aperitivo del baile y quedaba todo impregnado de Sko­kian, hasta el rengo que veía pasar por la calle todos los días a las ocho de la noche. ¿Por qué no? Ser rengo po­día ser una cosa encantadora. En el baile me sacaba a bailar un obrerito precioso que me apoyaba. Me gustaba mucho bailar con él, pero en cuanto me iba lo olvidaba. Una vez bailé con Guillermo Echecopar, pelo como ce­pillo, hombros estrechos y cuerpo frágil; allí escuché por primera vez que la historia debía ser revisada. Su fragili­dad me produjo desconcierto y ganas de pasarle la ma­no por el pelo cepillo, pero no podía conciliar el tema de la revisión de la historia con los susodichos senti­mientos; andaban separados como las verdades de la fe y las de la razón. Bailé toda la noche con él y no lo vi más porque era de Mendoza.

Sí, iba a entrar en Filosofía; cuando me preguntaban por qué, decía: "Por descarte". Me volvían a preguntar: "¿Por Descartes?". "Oh, no, por descarte de las otras carreras", decía yo con aparente cansancio y con cierto sentimiento de superioridad respecto de esa humanidad tan reiterativa. Eso mismo le había dicho a un visi­tante, Ernesto, que pretendía la amistad de mi hermano; cada vez que él venía, mi hermano se hacía negar. Como él no lo recibía, lo escuchaba yo. Era gordo y pe­sado; quería estudiar Filosofía aunque ya había empe­zado Medicina. Yo me copié de mi hermano y tampoco quería recibirlo, entonces lo escuchaba mi mamá; ella lo apreciaba mucho porque él había contado que en su casa enceraba los pisos. Parecía que se habría conforma­do si mi hermano o yo lo hubiéramos recibido, cual­quiera de los dos y yo finalmente le daba un poco de charla porque mi mamá me había dicho: "¡Pero qué an­tipáticos y groseros! Un muchacho que vale oro...". Un día me dijo que había comprado todos los apuntes para el año entrante; me invitaba a estudiar a su casa, que quedaba en un pueblo cercano. Su casa era el doble de la mía, pero yo no alcanzaba a admirarla. Los padres no estaban y una tarde puso "Skokian" y acompañó el dis­co con unas onomatopeyas espantosas en inglés, unas onomatopeyas babosas y repugnantes; empecé en ese tiempo a elaborar la convicción de que se conoce mu­cho más íntimamente a las personas por las onomatopeyas o por el modo de estornudar que por las más varia­das ideas que puedan sustentar. Cuando acabó el disco me dijo que en el piso de arriba había una pieza aislada; en la pieza una cama y que en la cama se había acostado con una novia que había tenido. Dijo que la cama cru­jía. Yo pensé que la cama crujiría con unos ruidos similares a las onomatopeyas con que acompañaba "Sko­kian" y cambié de conversación; al rato me fui y no quise volver más a esa casa para estudiar Filosofía. Er­nesto seguía yendo a mi casa todas las semanas, lo reci­bía mi mamá y habían avanzado en sus conversaciones sobre la calidad y la aplicación de la cera.

El año anterior a mi ingreso a Filosofía había examina­do mi cuerpo de frente, de perfil y la parte trasera, con un espejo. Estaba totalmente disconforme, no me gustaban mis pies ni mi tórax, que me parecían grandes, ni mi pelo ondulado; aunque era relativamente alta, quería ser más alta, rubia y de pelo lacio. Pero además me re­prochaba a mí misma el ser tibia, tanto exterior como interiormente. Tal vez hubiese preferido ser de una feal­dad de esas que asustan. Y como a los tibios el Espíritu Santo los vomita, me vestía de negro, para cubrir mi te­rrible fealdad interior y mi nada exterior. Me cubría pa­ra no ofender al prójimo; pero cuando bailaba con el obrerito y con Guillermo Echecopar, me ponía vestidos más lindos, me pintaba los labios y llegué a considerar­me aceptable; sin embargo algo me faltaba. Ese año fui a una enorme fiesta; en el centro una rubia de cuerpo perfecto bailaba sin parar y tenía, a su alrededor, a los cuatro varones más interesantes de la fiesta. Había que reconocer que ella era mayor, tendría veintitrés años; pero no sólo era elegida por ser rubia y hermosa: era, graciosa, inteligente, coqueta, ensimismada y sonrien­te. Sus triunfos no la llevaban a cometer ningún exa­brupto, como por ejemplo salir galopando por toda la pista de baile, algo que hubiera hecho yo de tener se­mejante éxito. Primero tuve una sensación dolorosa, "nunca iba a ser como ella", pero después cuando todo el mundo se sentó a mirarla para ver cómo bailaba, for­mé parte de todo el mundo y era como si yo bailara con esos muchachos. La otra chica que bailaba mucho no era linda y sin embargo tenía casi tanto éxito como la rubia: pero tenía savoir faire desde los nueve años. A los nueve años todas queríamos ir con Mirta y ser amiga de ella era una especie de consagración; ella era amiga de todas y de nadie; era amiga del grupo. Una vez me invitó a su casa para jugar; éramos muchas. La coherencia del grupo pa­reció tan grande, tan compacta y perfecta, con códigos tan sofisticados y fuera de mi alcance, que no podía en­tender lo que decían; estaban discutiendo. A mí me pro­ducía mucha turbación intervenir o discutir; me fui con una paleta a jugar sola. De un pelotazo desparramé un poco de tierra de una maceta y ella, con tono duro, me dijo:

—Tenés que barrer.

Barrí sin decir nada y me fui llorando a mi casa, sin despedirme, para que no me vieran llorar; nunca más iba a volver a la casa de ella. Allá en casa de ella estaba el grupo, triunfante y glorioso y yo me había quedado sola y me había mandado barrer; nunca se lo iba a per­donar.

Pero ahora, a los diecisiete años, se había producido una especie de statu quo entre las dos; éramos grandes y yo había aprendido ya el arte de hablar de una cosa y pen­sar en otra y el de hablar sin decir nada que me impor­tara. Cada vez que la veía y cambiábamos unas palabras, pensaba mientras: “¿Te acordás cuando me mandaste que barriera?”.

La encontré un día de septiembre; íbamos en bici­cleta y me propuso dar una vuelta por las afueras del pueblo, donde los chalecitos se espaciaban, había tron­cos de árbol sueltos que parecían asientos naturales, aro­mos florecidos y cerca, el río. Cuando habíamos avanza­do un poco, yo contenta porque ella me había dado bolilla y porque me mantenía muy bien en esa nueva tesitura adulta y ella contenta porque creía que no mere­cía otra cosa en la vida, me dijo:

—Vamos a saludar a un amigo que vive allá.

Nos detuvimos en un chalet más viejo que los otros, con los yuyos crecidos en el jardín delantero; parecía deshabitado, si sus dueños lo habitaban les daría lo mis­mo vivir ahí, en la intemperie o en la ciudad. Ella tocó timbre como una persona acostumbrada a ir a esa casa y salió, somnoliento, el hombre más hermoso que yo ha­bía visto en mi vida; era un hombre, no era un mucha­cho como los que bailaban conmigo; tendría veintisiete años. Tenía la barba un poco crecida, como de dos días; debía de ser alguien al que esas nimiedades como afei­tarse, no le interesaban. Su cuerpo y su cabeza eran per­fectos; los labios muy grandes y sensuales y la mirada burlona. Ella le dijo:

—¿Cómo te va? —¡Mirta lo trataba de vos, de igual a igual a ese muchacho tan grande!

Yo había quedado muda por el impacto de su pre­sencia y él lo advirtió: se volvió más negligente, bosteza­ba, hablaba como alguien que recién se levanta de la ca­ma. Mi fascinación aumentaba. Dijo:

—¿Quieren pasar?

—No, no, otro día —dijo Mirta como si estuviera acostumbrada a entrar en la casa de él y ahora no lo hacía porque asuntos más importantes la requerían. Yo es­taba tan impactada por la presencia de él como por el hecho de que a ella no le produjera ningún impacto. Cuando nos fuimos (yo casi me caigo de la bicicleta pe­ro por suerte Dios me ayudó) le dije a Mirta:

—¿Hace mucho que lo conocés?

—Sí, como dos años. Lo conocí en una fiesta.

Ella hacía como dos años que tenía el privilegio de tratar con un ser así; lo dijo como algo natural. Agregó:

—No vive acá todo el año, está de paso. Vive en Buenos Aires.

—Es claro —pensé—. No podría ser de otra manera, tendría una casa hirsuta cuando quería llevar la baba hirsuta; allí iría para esconderse, pero tendría otra casa espléndida en Buenos Aires en la que haría cosas espléndidas.

Mirta me dijo:

—Come mandarinas en la cama y tira las cáscaras en las sábanas.

Eso era el súmmum de lo que yo podía llegar a escu­char. Evidentemente era un ser totalmente libre, podía ser civilizado o salvaje según sus deseos...

—Es muy pata —dijo ella—. La vez pasada lo vi por el río con una rubia flaca, alta.

¿Cómo un príncipe podía ser pata? Era un misterio que no estaba dispuesta a preguntarle, no le dije nada. Oculté la impresión que él me produjo y la traduje en una superficial.

—Es muy lindo —dije.

Ella cambió de tema y llegamos al centro.

Desde entonces, no pude dejar de pensar en él: "Iba con una rubia, flaca, alta". Claro, con quién iba a ir, no iba a ir con una ovejita de pelo ondulado como yo. Él cam­biaría de mujeres constantemente pero debería preferir a la rubia, flaca y alta porque formaban una pareja totalmente distinta de las demás. Las uñas de ella seguramen­te eran muy largas; era hermosa, un poco mayor que él y con esas uñas de bruja sacaría las cáscaras de mandari­na de la cama, sin mencionar el tema; jamás un repro­che. A veces a la noche, antes de dormirme, lo imagina­ba solo. Veía su cara como si lo estuviese viendo en realidad, imaginaba que vivía conmigo en las siguientes condiciones: él me ponía en una especie de cucha de perro que tenía en el fondo de su casa y me tenía atada ahí todo el día. Él salía durante todo el día y cuando volvía, me desataba; me trataba de usted. Yo preparaba la cena y él me hablaba lo indispensable. Después em­pecé a imaginármelo también de día y al atardecer mis pasos se encaminaban solos hasta su barrio, no llegaba hasta su casa.

Cuando me acercaba a su casa y pegaba la vuelta era como si me hubiese salvado de algún peligro; miraba detenidamente los troncos caídos, las casitas, los bancos de piedra que estaban junto a las puertas, como si lo único que yo me hubiera propuesto fuera un agradable paseo. Una vez, en mis tantos paseos por ese barrio pasé por una cuadra paralela a la de su casa. Me fui con una bolsa para comprar fruta en una verdulería que había por ahí, para tener una coartada por si lo encontraba, aunque me repugnara ir por esos prados con una bolsa de compras. Al llegar a la altura de la casa de él, tenía la sensación de que estaba escondido en su casa; estaba se­gura de que no era un hombre que anduviera por el ba­rrio; no era alguien a quien se le encontraba fácilmente por la calle; como corresponde a una persona importan­te, no daría vueltas sin ton ni son.

Un día dije: "Yo voy a pasar por la puerta de su ca­sa”. Me encaminé; iba diciendo "ojalá no esté"; yo sen­tía que estaba.

Estaba, estaba reparando su verja pero posiblemente fuera un producto de mi imaginación. Me sonrió como si me hubiese visto el día anterior y me dijo:

—¿Qué hacés por acá?

—Nada, pasaba por el barrio...

No sabía qué decir. Me dijo después: —¿Querés entrar?

—No, gracias —dije yo—. Tengo que irme.

Lo saludé y me fui. Cómo se le podía ocurrir tan naturalmente que yo entrara: a lo mejor entraba y me ata­ba a la cama o vaya a saber qué en esa casa que debía ser oscura por dentro. Cuando volvía para mi casa, pensé: “De buena me salvé, si entraba ahí, a lo mejor no salía nunca más”.

Cuando llegué a mi casa estaba Ernesto conversando con mi mamá; le explicaba el pensamiento de Tales y el de Anaximandro, comparados. A mi mamá no le intere­saba la Filosofía; le interesaba la Segunda Guerra Mun­dial. Nos dijo:

—¡Qué interesante! Los dejo. ­

Entonces me siguió explicando a mí, yo pensé que todas esas reflexiones de él estaban viciadas de nulidad y no estaba dispuesta a escucharlo ni a leerlo así escribiera una historia de la Filosofía que refutara todas las ante­riores. Mientras Ernesto seguía hablándome, yo lo escu­chaba avergonzada: si "él" llegara a saber que yo tenía semejante amigo, no me miraría nunca más; me despre­ciaría. Antes pensaba que Ernesto me aburría, en ese momento empecé a pensar que Ernesto me contaminaba; si lo escuchaba mucho me iba a contaminar pesadez y gordura.

—Muy interesante —le dije—. Me tengo que ir.

—Te acompaño —dijo.

—No, no, hasta otro día.

A partir de entonces empezó a venir día por medio; se había resignado definitivamente a que mi hermano no saliera, porque no salió nunca más y se ve que mi ma­má, por más que lo apreciara, no sabía qué decirle. Ella seguía diciendo que Ernesto era una monada de mucha­cho, pero después de la conversación de Tales y Anaxi­mandro, cada vez que tocaba el timbre, me decía: Está Ernesto.

Yo lo atendía desde la puerta; invariablemente le decía que tenía que salir, me miraba con cara traspape­lada, de perro apaleado y se iba; a mí no me daba nin­guna pena.

Yo entré a la facultad de Filosofía y empecé a conocer una serie de personas fascinantes. Cristina, por ejemplo, tenía veinte años y ya tenía una nena de seis años, una nena con lentes gruesos. Ella la presentaba así: "Mi hija. Es un poco menos estrábica que Sartre". También Ester; cuando le pedí que paráramos en un lugar a tomar un café, me dijo: "Yo acá no entro; acá tengo fantasmas". Primero me asusté puerilmente y después comprendí lo que era una imaginación retinada: claro, eran fantasmas privados. Y también Mario, que entablaba largas discu­siones con sus amigos, debates que yo no entendía por­que ellos eran más grandes y además hablaban en fran­cés y en inglés; cuando alguien lo vencía en la argumentación, Mario hacía un gesto como quien se desarma y decía “Touché”.

Me había olvidado de "él" por todas estas noveda­des. Un día de invierno yo iba a la estación para tomar el tren; en el andén estaba él y lo reconocí desde media cuadra antes. No estaba con la barba crecida; estaba con un hermoso sobretodo. La emoción de verlo era tan grande que tenía que concentrar todo mi esfuerzo para que no se notara, quería parecer indiferente. En la esca­lera de acceso al andén ensayé cómo iba a afrontar eso: decidí que lo mejor era hacer como que no veía y después desviar la vista, como por casualidad. Pero cuando emergía de la escalera, él me vio, me sonrió y yo me dirigí inmediatamente a donde estaba él.

—Hola —me dijo.

—Hola —dije.

Llegó el tren y preguntó:

—¿Nos sentamos acá?

—Sí —dije yo, que me daba lo mismo sentarme en el suelo o en el techo del tren.

Preguntó dónde nos sentaríamos con cierta vacila­ción, yo no entendía cómo un dios puede preguntar dónde debe sentarse; pero todo era tan extraterreno que me dije: "Voy a actuar como si todo fuera natural".

Yo había dicho "sí" con voz de grajo. Debía reme­diar eso, tendría que mostrarme desenvuelta y exigente. Él me vio con gordos libros y me preguntó:

—¿Qué has leído?

—Baudelaire —dije yo.

Baudelaire me pareció una lectura apropiada para contarle a él.

—¿Has leído a Hermann Hesse?

—Sí —dije yo. Tenía que remediar esa voz de grajo.

Dije:

—Leí también a Neruda y a Guillén. Pero no me gusta del todo Guillén.

—¿Por qué? —preguntó levemente irritado, como un maestro severo.

Yo leía los suplementos literarios de los diarios: "El Picasso de la primera época”, "El primer Vallejo". Yo no podía distinguir "El primer Guillén" de cualquier otro, pero dije:

—Porque tiene muchas onomatopeyas.

Él se quedó callado y a mí me dio un ataque de desesperación. ¡Que Dios me ayudara en adelante para no hacer nada que no entre en mi plan de comporta­miento! Él seguía sin hablar, miré por la ventanilla, pasaban unas cinco gitanas.

—¡Gitanas!... —dije con entusiasmo desmedido, como si el espectáculo me apasionara.

Él sonrió y seguía sin hablar. Entonces le pregunté: —¿Usted alguna vez soñó en tecnicolor?

—Oh, no tengo ese privilegio —dijo.

Lo dijo como si fuera un privilegio dudoso o poco interesante. Yo advertí la finura de la expresión: tal vez hubiera querido decir: "Eso no me importa”, pero lo di­jo de una manera elegante. Pensé: "No, no es un dios, es un caballero inglés". Aunque estaba impactada por la respuesta dije:

—Yo sí sueño en colores.

Le conté un sueño con grandes flores tropicales, se las describí.

Lo había soñado a él, pero eso no lo conté; se podría irritar conmigo por semejante abuso. Cuando terminé de contar el sueño, me dijo: Llegamos.

Estaba sonriente, se desperezaba en el asiento y me miraba, un poco divertido y otro poco, cansado.

—Sí —dije yo.

Era un caballero inglés.

A los tres días de este episodio, mi mamá me dijo:

—Alguien te mandó flores.

Eran rosas rojas, muy lindas, recién llegadas y envueltas en su papel. Yo no podía saber quién las había mandado; pensaba y pensaba. Mi mamá me dijo: ¿No las vas a poner en agua?

No las iba a poner hasta que no supiera quién las ha­bía mandado, a mí las flores no me gustaban mucho, más me hubieran gustado frutas o bombones... salvo que las hubiera mandado él. Sí, fui pensando cada vez con más convicción; me las debe haber mandado él, porque si a mí que no me gustaban las flores, éstas me gustaban tanto, se veían tan hermosas, tan presentes... Sí, las había mandado él. En todo el día no pensé en otra cosa, las miraba cada vez que entraba y salía de la casa. Las puse en agua y las regué cinco veces ese día pa­ra que fueran eternas. Al día siguiente cuando los pim­pollos se abrieron y estaban en su esplendor, mi mamá me dijo:

—Vino Ernesto.

—...

—Él te mandó las rosas. Era previsible.

Dijo eso y se fue con el diario a dormir la siesta. —No puede ser —dije yo.

—Sí —me dijo desde la pieza.

¿Qué era previsible? La odié, como si su previsión formara parte de la estafa.

Es posible que mi mamá les cambiara el agua a esas rosas, porque no toleraba los desperdicios ni las tareas inacabadas; yo no las miré más, por mí, que ardieran to­dos los jardines y que esas rosas se achicharraran para siempre en el infierno.

.

14/7/09

Nicolás Guillén

SÓNGORO COSONGO
(Nicolás Guillén, Sidoti)
son cubano
¡Ah, ah!
Ay, negra, si tú supieras…
Anoche te vi pasar,
y no quise que me vieras.
A él, tú le harás como a mí,
que cuando no tuve plata,
te corriste de bachata,
sin acordarte de mí.
Sóngoro cosongo songo-bé
sóngoro cosongo de mamey,
sóngoro, la negra baila bien,
sóngoro de uno,
sóngoro de tres.
¡Aé, venga a ver!
¡Aé, vamos pa’ver!
vengan, sóngoro cosongo,
sóngoro cosongo de mamey.
Sóngoro cosongo songo-bé
sóngoro cosongo de mamey,
sóngoro, la negra baila bien,
sóngoro de uno,
sóngoro de tres.
¡Aé, venga a ver!
¡Aé, vamos pa’ver!
vengan, sóngoro cosongo,
sóngoro cosongo
de mamey.

8/7/09

Enrique Anderson Imbert


LAS ÚLTIMAS MIRADAS

El hombre mira a su alrededor. Entra en el baño. Se lava las manos. El jabón huele a violetas. Cuando ajusta la canilla, el agua sigue goteando. Se seca. Coloca la toalla en el lado izquierdo del toallero: el derecho es el de su mujer. Cierra la puerta del baño para no oír el goteo. Otra vez en el dormitorio. Se pone una camisa limpia: es de puño francés. Hay que buscar los gemelos. La pared está empapelada con dibujos de pastorcitas y pastorcitos. Algunas parejas desaparecen debajo de un cuadro que reproduce Los amantes de Picasso, pero más allá, donde el marco de la puerta corta un costado del papel, muchos pastorcitos se quedan solos, sin sus compañeras. Pasa al estudio. Se detiene ante el escritorio. Cada uno de los cajones de ese mueble grande como un edificio es una casa donde viven cosas. En una de esas cajas las cuchillas de la tijera deben de seguir odiándoles como siempre. Con la mano acaricia el lomo de sus libros. Un escarabajo que cayó de espaldas sobre el estante agita desesperadamente sus patitas. Lo endereza con un lápiz. Son las cuatro del la tarde. Pasa al vestíbulo. Las cortinas son rojas. En la parte donde les da el Sol, el rojo se suaviza en un rosado. Ya a punto de llegar a la puerta de salida se da vuelta. Mira a dos sillas enfrentadas que parecen estar discutiendo ¡todavía! Sale. Baja las escaleras. Cuenta quince escalones. ¿No eran catorce? Casi se vuelve para contarlos de nuevo pero ya no tiene importancia. Nada tiene importancia. Se cruza a la acera de enfrente y antes de dirigirse hacia la comisaría mira la ventana de su propio dormitorio. Allí dentro ha dejado a su mujer con un puñal clavado en el corazón.

7/7/09

Abelardo Castillo-Conejo


Y cualquiera que escandalizare a uno de estos
pequeños que creen en mí, mejor le fuera que se le
colgase al cuello una piedra de molino de asno, y
se le anegase en el profundo de la mar.
MATEO, XVIII: 6


No va a venir. Son mentiras lo de la enfermedad y que va a tardar unos meses; eso me lo dijo tía, pero yo sé que no va a venir. A vos te lo puedo decir porque vos entendés las cosas. Siempre entendiste las cosas. Al principio me parecía que eras como un tren o como los patines, un juguete, digo, y a lo mejor ni siquiera tan bueno como los patines, que un conejo de trapo al final es parecido a las muñecas, que son para las chicas. Pero vos no. Vos sos el mejor conejo del mundo, y mucho mejor que los patines. Y las muñecas tienen esos cachetes colorados, redondos. Caras de bobas, eso es lo que tienen.

A mí no me importa si no está. Qué me importa a mí. Y no me vine a este rincón porque estoy triste, me vine porque ellos andan atrás de uno, querés esto y qué querés nene y puro acariciar, como cuando te enfermas y andan tocándote la frente, que parece que los tíos y los demás están para cuando uno se enferma y entonces todo el mundo te quiere. Por eso me vine, y por el estúpido del Julio, el anteojudo ese, que porque tiene once años y usa anteojos se cree muy vivo, y es un pavo que no ve de acá a la puerta y encima siempre anda pegando. Se ríe porque juego con vos, mírenlo, dice, miren al nenito jugando al arrorró. Qué sabe él. Los grandes también pegan. Las madres, sobre todo. Claro que a todos los chicos les pegan y eso no quiere decir nada, pero igual, por qué tienen que andar pegando siempre. Vos, por ahí, vas lo más tranquilo y les decís mira lo que hice, creyendo que está bien, y paf, un cachetazo. Ni te explican ni nada. Y otras veces puro mimo, como ahora, o como cuando te hacen un regalo porque les conviene, aunque no sea Reyes o el cumpleaños.

Yo me acuerdo cuando ella te trajo. Al principio eras casi tan alto como yo, y eras blanco, más blanco que ahora porque ahora estás sucio, pero igual sos el mejor conejo de todos, porque entendés las cosas. Y cómo te trajo también me acuerdo, toma, me dijo, lo compré en Olavarría. El primo Juan Carlos que vive en Olavarría a mí nunca me gustó mucho: los bigotes esos que tiene, y además no es un primo como el Julio, por ejemplo, que apenas es más grande que yo. Es de esos primos de los padres de uno, que uno nunca sabe si son tíos o qué. Era una caja grande, y yo pensaba que sería un regalo extraordinario, algo con motor, como el avión del rusito o una cosa así. Pero era liviano y cuando lo desaté estabas vos adentro, entre los papeles. A mí no me gustaba un conejo. Y ella me dijo por qué me quedaba así, como el bobo que era, y yo le dije esto no me gusta para nada a mí, mira la cabeza que tiene. Entonces dijo desagradecido igual que tu padre.

Después, cuando papá vino del trabajo, todavía seguía enojada y eso que había estado un mes en Olavarría, lejos de papá, y que papá siempre me dice escribile a tu madre que la extrañamos mucho y que venga pronto, pero es él el que más la extraña, me parece. Y esa noche se pelearon. Siempre se pelean, bueno: papá no, él no dice nada y se viene conmigo a la puerta o a la placita Martín Fierro que papá me dijo que era un gaucho. A papá tampoco le gustó nunca el primo Juan Carlos. Y yo no te llevo a la placita, pero porque tengo miedo que los chicos se rían. Ellos qué saben cómo sos vos. No tienen la culpa, claro, hay que conocerte. Yo, al principio, también me creía que eras un juguete como los caballos de madera, o los perros, que no son los mejores juguetes. Pero después no, después me di cuenta que eras como Pinocho, el que contó mamá. Ella contaba cuentos, a la mañana sobre todo, que es cuando nunca está enojada. Y al final vos y yo terminamos amigos, mejor que con los amigos de verdad, los chicos del barrio digo, que si uno no sabe jugar a la pelota en seguida te andan gritando patadura, anda al arco querés, y malas palabras y hasta delante de las chicas te gritan, que es lo peor. Una vez me dijeron por qué no traes a tu hermanito para que atajen juntos, y se reían. Por vos me lo dijeron, por los dientes míos que se parecen a los tuyos. Me parece que te trajeron a propósito a vos, por los dientes.

Ellos vinieron todos, como cuando la pulmonía. Y puro hacer caricias ahora, se piensan que uno es un nenito o un zonzo. O a lo mejor saben que sé, igual que con los Reyes y todo eso, que todo el mundo pone cara de no saber y es como un juego. Y aunque el Julio no me hubiera dicho nada era lo mismo, pero el Julio, la basura esa, para qué tenía que venir a decirme. Era preferible que insultara o anduviera buscando camorra como siempre y no que viniera a decir esa porquería. Si yo ya me había dado cuenta lo mismo. Papá está así, que parece borracho, y dice hacerme esto a mí. Y ellos le piden que se calme, que yo lo estoy mirando. Entonces me vine, para hablar con vos que lo entendés a uno y sos casi mucho mejor que el tren y ni por un avión como el del rusito te cambiaba, que si llegan a imaginar que yo te iba a querer tanto no te traen de regalo, no. Y nadie va a llorar como una nena porque ella está enferma y no puede volver por un tiempo. Y si son mentiras mejor. Oscarcito tampoco lloraba. Ese día también había venido mucha gente, pero era distinto. En la sala grande había un cajón de muerto para la mamá de Oscarcito. Estaba blanca. Oscarcito parecía no entender nada, nos miraba a todos los chicos, pero no lloró, le decían que la mamá de él estaba en el cielo. Y esto es distinto. Mi mamá no está en el cielo, en Olavarría está. El Julio, la basura esa de porquería me lo dijo, pero a lo mejor se fue enferma a algún otro lado y por qué no puede ser. Todos lo dicen. Todos menos el primo Juan Carlos, que tampoco está. Y mejor si no está, que a mí no me gustó nunca por más que ella dijera tenes que quererlo mucho, y una vez que yo fui a Olavarría no los dejaba que se quedaran solos. Anda a jugar al patio, siempre querían que me fuera a jugar al patio: ella también. Y después puro regalar conejos, sí. Se creen que uno no se da cuenta, como ahora, que si estuviera enferma no sé para qué lo andan aconsejando a papá y él me mira, y se queda mirándome y me dice hijo, hijo. Y a veces me dan ganas de contestarle alguna cosa, pero no me sale nada, porque es como un nudo. Por eso me vine. Y no para llorar tranquilo sin que me vean. Me vine porque sí, para hablar con vos que lo entendés a uno, y sos el mejor conejo de todos, el mejor del mundo con esas orejas largas, y dos dientes para afuera, como yo cuando me río.

Me parece que no me voy a reír nunca más en la vida yo. Eso es lo que me parece.
Y al final a nadie se le importa un pito de los dientes, porque yo te quiero lo mismo y te quiero porque sí, porque se me antoja. No porque ella te trajo y mejor si no va a volver. Ojalá se muera. Y lo que estoy viendo es que esa cabeza, que tenes no es nada linda, no, y si quiero vamos a ver si no te tiro a la basura, que al final de cuentas nunca me gustaste para nada vos. Y lo que vas a ganar es que te voy a romper todo, los dientes, y las orejas, y esos ojos de vidrio colorado como los estúpidos, así, sin que me dé ninguna gana de llorar ni nada, por más que te arranque el brazo y te escupa todo, y vos te crees que estoy llorando, pero no lloro, aunque te patee por el suelo, así, aunque se te salga todo el aserrín por la barriga y te quede la cabeza colgando, que para eso tengo el tren y los patines y...


Abelardo Castillo - Las otras puertas

3/7/09

Raúl Brasca



Brevísimo tratado sobre la enfermedad

Están los que enferman tanto de chicos que se vuelven resistentes y disfrutan luego una vida en plenitud.

Están los que viven enfermos, de enfermedades siempre muy complicadas, pero nunca terminan de morirse y en los últimos años de sus largas vidas, van enterrando a la mayor parte de sus contemporáneos.

También están los que se niegan a estar enfermos hasta que, finalmente, enferman de muerte segura (por lo general a edad temprana).

De la enfermedad no se salva nadie. La cuestión es saber administrarla de acuerdo con las propias aspiraciones.

2/7/09

Manuel Machado


CASTILLA

El ciego sol se estrella
en las duras aristas de las armas,
llaga de luz los petos y espaldares
y flamea en las puntas de las lanzas.
El ciego sol, la sed y la fatiga
Por la terrible estepa castellana,
al destierro, con doce de los suyos
-polvo, sudor y hierro- el Cid cabalga.
Cerrado está el mesón a piedra y lodo.
Nadie responde... Al pomo de la espada
y al cuento de las picas el postigo
va a ceder ¡Quema el sol, el aire abrasa!
A los terribles golpes
de eco ronco, una voz pura, de plata
y de cristal, responde... Hay una niña
muy débil y muy blanca
en el umbral. Es toda
ojos azules, y en los ojos. lágrimas.
Oro pálido nimba
su carita curiosa y asustada.
"Buen Cid, pasad. El rey nos dará muerte,
arruinará la casa
y sembrará de sal el pobre campo
que mi padre trabaja...
Idos. El cielo os colme de venturas...
¡En nuestro mal, oh Cid, no ganáis nada!"
Calla la niña y llora sin gemido...
Un sollozo infantil cruza la escuadra
de feroces guerreros,
y una voz inflexible grita: "¡En marcha!"
El ciego sol, la sed y la fatiga...
Por la terrible estepa castellana,
al destierro, con doce de los suyos
-polvo, sudor y hierro- el Cid cabalga.

León Felipe


VENCIDOS

Por la manchega llanura
se vuelve a ver la figura
de Don Quijote pasar.

Y ahora ociosa y abollada va en el rucio la armadura,
y va ocioso el caballero, sin peto y sin espaldar,
va cargado de amargura,
que allá encontró sepultura
su amoroso batallar.
Va cargado de amargura,
que allá «quedó su ventura»
en la playa de Barcino, frente al mar.

Por la manchega llanura
se vuelve a ver la figura
de Don Quijote pasar.
Va cargado de amargura,
va, vencido, el caballero de retorno a su lugar.

¡Cuántas veces, Don Quijote, por esa misma llanura,
en horas de desaliento así te miro pasar!
¡Y cuántas veces te grito: Hazme un sitio en tu montura
y llévame a tu lugar;
hazme un sitio en tu montura,
caballero derrotado, hazme un sitio en tu montura
que yo también voy cargado
de amargura
y no puedo batallar!

Ponme a la grupa contigo,
caballero del honor,
ponme a la grupa contigo,
y llévame a ser contigo
pastor.

Por la manchega llanura
se vuelve a ver la figura
de Don Quijote pasar...

29/6/09

Oscar Hahn y Andy Warhol

Sociedad de Consumo

Caminamos de la mano por el supermercado
entre las filas de cereales y detergentes

Avanzamos de estante en estante
hasta llegar a los tarros de conserva

Examinamos el nuevo producto
anunciado por la televisión

Y de pronto nos miramos a los ojos
y nos sumimos el uno en el otro

Y nos consumimos

Televidente

Aquí estoy otra vez de vuelta
en mi cuarto de Iowa City

Tomo a sorbos mi plato de sopa Campbell
frente al televisor apagado

La pantalla refleja la imagen
de la cuchara entrando en mi boca

Y soy el aviso comercial de mi mismo
que anuncia nada a nadie



Biografía: Ver Wikipedia http://es.wikipedia.org/wiki/%C3%93scar_Hahn


Escrito con tiza
Uno le dice a Cero que la nada existe
Cero replica que uno tampoco existe
porque el amor nos da la misma naturaleza

Cero mas Unos somos Dos le dice
y se van por el pizarrón tomados de la mano

Dos se besan debajo de los pupitres
Dos son Uno cerca del borrador agazapado
y Uno es Cero mi vida

Detrás de todo gran amor la nada acecha.